A veces miro a mi hijo y no puedo evitar sentir una mezcla de orgullo y tristeza. 13 años conviviendo con una alergia a la proteína de la leche de vaca (APLV) no han sido fáciles, ni para él ni para nosotros como familia. Desde el día en que recibimos el diagnóstico, nuestra vida cambió. Las comidas se convirtieron en un campo minado, cada salida era una planificación minuciosa, y cada reacción alérgica era una montaña rusa de miedo y ansiedad.
Mi hijo ha pasado por tanto: innumerables visitas al médico, pruebas y más pruebas, aprendiendo desde pequeño a leer etiquetas, evitando chuches en las fiestas, y sintiendo esa inevitable sensación de ser diferente. Ha tenido que ser fuerte, mucho más fuerte de lo que cualquier niño debería ser. Y nosotros, como padres, hemos sufrido con él en cada paso del camino.
Pero lo que me parte el alma es que, ahora que finalmente hemos superado la desensibilización a la leche de vaca, él no siente que haya ganado. ¿Por qué? Porque simplemente no le gusta el sabor de la leche. No es consciente de lo que esto realmente significa, de cómo su calidad de vida ha mejorado, de lo que ha logrado.
No se trata solo de poder tomar un vaso de leche. Se trata de la libertad, de no tener miedo a cada bocado, de poder disfrutar de una pizza o un helado sin preocuparse por las consecuencias. Se trata de la tranquilidad que hemos ganado, esa que él aún no valora porque para él, la leche sigue siendo solo algo que no le gusta.
Como mamá, me duele que no vea la victoria, pero también entiendo que su percepción es la de un niño. Lo que quiero decirle a todas las familias que están pasando por algo similar, es que cada pequeño paso es una gran victoria. La batalla ha sido larga y dura, pero hemos salido adelante. Y aunque él no lo entienda completamente ahora, algún día lo hará.
El camino ha sido difícil, pero seguimos aquí, más fuertes y con una libertad que antes solo podíamos soñar. 💪🥛