Está claro que el confinamiento nos ha quitado cosas en favor de otras. Por ejemplo: echo de menos los conciertos y nada el trabajo. Casi tenía superado lo primero —si es que tal cosa se puede superar—, cuando me entero de que el único programa que sigo de toda la mierda televisiva —si no me duermo antes—, deja de emitirse por tiempo indefinido.
De inmediato me vine abajo, contuve el llanto, y de pronto salí al balcón puños en alto para escupir toda mi desdicha exclamando un «¡nooooooooooooo, hijos de putaaaaaaa!», tan intenso y prolongado que seguro perdurará en el tiempo. A todo esto, eran las ocho de la tarde y todo el jodido vecindario estaba aplaudiendo al unísono como si no hubiera mañana. Los vecinos más cercanos me miraron como diciendo: «¡Hijo de puta tú, cabronazo! ¡Ten un poco de empatía!».
Por otro lado, ya no estoy sometido —de momento— a los cambios de turno que se dan en mi trabajo. Ahora empiezo el día taconeando en el aire sin luxación; como con la voracidad de un jabalí con piñata nueva; duermo como un bebé sedado y ya no tengo episodios de insomnio jodón. Eso se traduce en unos biorritmos que funcionan con precisión clínica: cago con la consistencia adecuada; mis eructos hacen temblar los mofletes de la vecina y cuando me cuesco, la sonoridad es idéntica a la de una sábana enérgicamente desgarrada.
Es verdad que esta situación anómala nos está privando de muchas cosas. Pero también nos brinda la oportunidad de vivir al ralentí —que falta nos hacía—, cambiar la perspectiva y valorar lo realmente importante. O sea: quizás no es importante que ya no se realicen nuevos programas de Cuarto Milenio, pero por poco pelo que tenga, empiezo a necesitar con urgencia a un peluquero.
P.S.: entrada recuperada de 03/04/2020