Ah, las normas de educación, tan bien arraigadas. Me complican la vida y me conducen a la infelicidad. Dicen que una palabra agradable y animosa muy de mañana, es más efectiva que el mejor de los medicamentos. Por eso me han inculcado que a los desconocidos de mi día a día les tengo que desear buenos días, buenas tardes, y buenas noches, aunque me dé igual su existencia o los atropelle un camión. ¿Se puede ser más hipócrita?
Lo mismo cuando comen. Digo que les aproveche, cuando no me importa que al segundo siguiente se atraganten e incluso mueran. ¿Se puede ser más despreciable?
Y si no, las normas de educación a contranatura, que son las peores. El cuerpo, cuando lo considera oportuno, ejerce sus mecanismos para expulsar gases, por vía bucal o anal, y tienes que aguantártelos si estás acompañado, por temor a que te llamen guarro y te señalen con el dedo. Ya sé que no cuesta nada tener buenos deseos y expresarlos para los demás. Si algo hacemos bien los humanos es aparentar y mentir, y sin que se note.
Pero ya no puedo más. Basta de expresar cosas que no siento y de ir en contra del sabio funcionamiento de mi organismo. Hacerlo me lleva al estrés y al conflicto interior. Voy a buscar la felicidad en esta sociedad tan contradictoria que hemos creado. Y la voy a encontrar aun a riesgo de que me insulten y me releguen al ostracismo.
Seré el objeto de sus mofas y el tema de conversación cuando no los tenga delante. Y de puertas para afuera gastarán tolerancia, mientras que en la intimidad de sus casas, a su manera, me condenarán y juzgarán de modo educado, porque ellos sí lo son. Y seré el amargado, el desagradable, el raro, el enfermo, el antipático, el loco.
Nunca podrán imaginar la verdad. Estaré solo, sí.
Pero feliz.