Alguien, de máxima autoridad, dio una orden.
Mientras, el mundo seguía con su obstinada rotación secular, y sus habitantes seguíamos demasiado ocupados en encontrar un sentido a nuestra existencia. Algunos ignorantes continuaban arrodillándose ante estúpidas estatuas y símbolos. Otros, atendiendo a la razón y la ciencia, habían perdido toda esperanza. Y los más afortunados vivían en sus confortables burbujas virtuales, sonrientes y felices.
Nos hicieron creer que las urnas eran nuestra voz y que podíamos decidir. Que éramos capaces de cambiar el mundo cuando solo se nos permite observarlo, y a poder ser, sin hacer demasiado ruido. Y consiguieron que nos sintiéramos dueños de nuestro destino, e incluso que controlábamos nuestra realidad más inmediata.
Pero alguien, de máxima autoridad, dio una orden, y un par de manos obedientes giraron un par de llaves en un gesto sincrónico. El protocolo nuclear fue activado y se impuso su lógica devastadora. Y la jodida verdad era que no teníamos ni puta idea del rumbo que tomarían nuestras vidas en los próximos tres minutos.