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“1984″ en los trópicos: Brazil, de Terry Gilliam

Publicado el 21 enero 2011 por 39escalones

“1984″ en los trópicos: Brazil, de Terry Gilliam

Mientras Michael Radford filmaba la versión cinematográfica de 1984, la famosa novela de George Orwell, precisamente en 1984, el ex Monthy Python Terry Gilliam elaboraba su propia parábola futurista en el marco de un estado totalitario con Brazil (1985), su mejor película, un filme de culto tan conocido por sus memorables secuencias como por la polémica que provocó entre el director y la Universal, un enfrentamiento feroz que finalizó con victoria del cineasta que se relata a su vez en el documental The battle for Brazil. Disparatada, imaginativa, impresionante e irregular mezcla temática de las tesis orwellianas, las películas japonesas de monstruos emergentes del océano, el humor de los Monthy Python y la pura fantasía proveniente del mundo del cómic, y sintesis visual de las puestas en escena, los objetos y las modas de décadas tan diferentes como los cuarenta, los cincuenta y los ochenta, Brazil es una puerta abierta a una fábula futurista que hace “realidad” nuestras peores pesadillas de alienación y disolución en una vida gobernada por la despersonalizada dictadura de las máquinas.

Este gobierno absoluto, a diferencia de la maquinaria burocrática estalinista que refleja Orwell, puede equivocarse: una inocente mosca que revolotea por un lugar indebido es el desencadenante de la acción. La mosca aplastada cae dentro de la impresora que está emitiendo una orden de arresto contra el conocido terrorista revolucionario y técnico reparador de calderas Archibald ‘Harry’ Tuttle (estupendo, divertidísimo Robert De Niro), y como resultado de la mancha emborronada que el cadáver del insecto deja en el papel, las fuerzas especiales asaltan el hogar del tranquilo y pacífico señor Buttle (Brian Miller), el cual es detenido, torturado y ejecutado en las catacumbas del estado policial en lugar del peligroso y perverso guerrillero y conspirador. El oscuro Sam Lowry (Jonathan Pryce), un olvidado funcionario de escala media del aparato burocrático del estado, es encargado de visitar a los Buttle para entregarles un cheque. Lo que parece una misión fácil de cumplir e inofensiva para el empleado público, le reporta la ocasión de conocer a la mujer de su vida, Jill (Kim Griest), a comprometerse gracias a ella con la rebelión que encabeza Tuttle, a conocer y hacerse amigo de éste y, finalmente, a ser capturado y torturado por un antiguo camarada y compañero de trabajo, todo ello a través de una interminable, impresionante y agotadora puesta en escena repleta de decorados fantásticos, escenarios inabarcables, criaturas fabulosas, un buen puñado de freaks y unas amplias dosis críticas.

Situada en algún momento del siglo XX en un estado ficticio pero cuyas notas características lo acercan no sólo a las construcciones totalitarias fascistas y comunistas, sino también a la interminable burocracia asociada al parlamentarismo británico y a las paranoias de superpotencia de una sociedad invadida por el miedo como la norteamericana, Gilliam, merced al guión de Tom Stoppard, que controla adecuadamente el equilibrio entre acción, drama, crítica y humor, ofrece una parábola de una fantasía arrolladora pero, no obstante, verosímil, creíble. Como el Winston Smith de Orwell, el Sam Lowry de Gilliam se compromete con la resistencia cuando va en busca del amor, como gesto redentor de su pasado apático y acomodaticio y a la vez también como forma de llamar la atención de la mujer que ama. Sin embargo, a diferencia de Orwell, Gilliam carga las tintas con las delirantes notas distintivas del país que inventa, en el que tienen cabida interminables salas llenas de monitores, tuberías, cables, conductos, tubos, rampas, puertas, criaturas monstruosas, peligros constantes, una oscuridad total y luces artificiales, en el que no hay sol ni estrellas ni mundo exterior fuera de las cuatro enormes y fabulosas paredes en las que se enmarca la acción entre escenario y escenario. Al mismo tiempo, Gilliam critica algunos vicios de la falsa modernidad (por ejemplo, la pasión de algunas personas por la cirugía estética o las trampas del culto al diseño convertido en mera excentricidad, como ocurre con los sombreros en forma de zapato) y subraya, a través de los personajes de Ian Holm y Michael Palin, la paradoja vigente consistente en el hecho de que son los ciudadanos los que costean con sus impuestos un aparato represor destinado a su autodestrucción (como resalta el hecho, inspirado en la realidad, de que las propias víctimas paguen la factura resultante de aplicarles las torturas que puedan corresponderles, incluida la mano de obra o el uso de agua o energía eléctrica).

El horror totalitarista, la fantasía desbocada y el humor más negro se dan la mano en este clásico de dos horas y cuarto de (excesiva) duración en cuya escena final se compendia buena parte del discontinuo y un tanto inconcreto mensaje que se expone en el metraje, antes de dar paso al epílogo en el que ensoñación y pesadilla, fantasía y realidad, libertad y dolor se mezclan de forma confusa hasta revelar una realidad pesimista, descarnada, cruel. Esto precisamente motivó la pelea entre Gilliam, partidario de estrenar tal cual la película en Estados Unidos, y la Universal, que pretendía retocar el material para incluir más pasajes de fantasía, eliminar sordideces, descargarlo de solemnidades y proporcionarle un final feliz; en una palabra, para infantilizarlo. Gilliam, victorioso, logró no obstante un éxito parcial. La versión edulcorada de la película suele programarse en determinados canales de televisión e incluso es ofrecida como auténtica en no pocas copias de DVD de la película. Con todo, más que cualquier contenido político, lo que cautiva de la película es el inmenso derroche de imaginación visual y narrativa de Gilliam, un registro que no ha logrado igualar hasta la fecha, que se ha diluido en la parte más abstracta y cómicamente reiterativa de su imaginación, y que va acompañado por los suaves acordes, completamente incoherentes respecto al universo de terror, oscuridad y dolor que nos ofrece, de esa canción, Brazil, que nos remite a la utopía de un mundo diferente que quizá no sea nada más que el delirio de un hombre que sucumbe a los golpes, a las heridas y al agotamiento psicológico de las torturas que un poder frío, aséptico, demoledor, le inflige y cuyos gastos, para más inri, ha de costear.


 


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