En unos meses se cumplen 20 años del asesinato de Ana Orantes. La mujer que fue quemada viva por su exmarido tras compartir su calvario en televisión. Años después, al conocer el medio por dentro, no pudo dejar de preguntarse si aquella barbarie podría haberse evitado. Quizá todos éramos más vírgenes televisivamente. No sabe qué pensar.
La televisión es un gran triturador de personas. Como en publicidad, la rutina de cualquier programa, y más si es de testimonios, lo devora todo. Incluso las vidas personales de quienes trabajan allí. Las jornadas son maratonianas y el tiempo pasa más rápido que en la vida real.
Ana Orantes
Es duro convencer a invitados cada día para que vayan a contar su historia a un plató. El perfil ha cambiado pero solían ser personas con un nivel de estudios básico y con problemas de verdad. Carne de cañón. A veces, en un arrebato de lucidez, decidían no acudir en el último minuto y ha visto redactores empleando todo tipo de tácticas para que acuda, después de cerciorarse que el invitado tenía el número de piezas dentales adecuado. Si el programa no se cerraba, nadie se iba a casa. Y así todos los días. En aras del entretenimiento. Eso se decían.
Siempre se ha dicho que el asesinato de Ana Orantes fue un antes y un después en la concepción de la violencia de género como tal. Hasta la fecha, no era considerada como una plaga, como una lacra social. Se desarrollaron leyes, medidas, formó a personal… Cuando 10 años después volvió a ocurrir, supo que no había demasiados mecanismos de control en televisión. Nada había cambiado realmente. Ocurrió en 2007 en el Diario de Patricia. Una mujer rusa moría a manos de su expareja en Alicante. Incluso el Poder judicial estudió la responsabilidad civil del programa.
La violencia contra las mujeres continúa siendo estructural y la televisión debería combatir la epidemia y no hacer espectáculo del dolor. No porque sea inmoral, que lo es, sino porque los medios son responsables de la realidad que proyectan. Y construyen.