Revista Cultura y Ocio

204/365 Ernesto Sabato

Por Calvodemora
204/365 Ernesto Sabato

 Incluso Sabato precisó de Borges para que yo le leyera, pero disfruté de ese escritura precisa, rica como pocas, que indagaba en lo existencial, en lo espiritual, en la vida contemplada como lo haría un científico, pero expresada en boca de un obrero de la palabra, un chamán loco y lírico, uno que mimó el lenguaje y le dio calidez y un humanismo muy provinciano, como de andar por casa. Se fue a los 94 años y parece que activo y comprometido con su trabajo. Con la vida. 

En realidad, pasa siempre igual con los muertos ilustres que no conocemos. Nos pertenecen sin que importe que estén o no en este mundo. No se me ocurre pensar en Neruda sin que piense en sus poemas. Ni en Cortázar sin que obre sus extravagancias La Maga. En Sabato estáEl túnel y Sobre héroes y tumbas: los tengo aquí detrás mía, en un anaquel alto. Quizá (ahora lo compruebo) cerca de Ficciones, de El Aleph. Cuadran bien. Parecen hechos a estar juntos. No sé si Ernesto y Jorge Luis se encontrarán en la eternidad y discutirán sin estorbo (como si se hubieran suicidado para comprobar si hay vida más allá de la semiótica) sobre Heráclito o sobre el eterno retorno. He escuchado a Sabato como escritor y como autoridad moral de un país (Argentina) precisado (como todos) de quien modele y difunda un pensar al margen de las modas o de los fantasmas (vivos o muertos) que pueblan la cultura y atrofian la vida en común de quienes la practican, si es que alguien se escapa de ese mandato primero. Era hombre de formación intelectual científica (era físico de profesión), pero lo deslumbró el surrealismo cuando esa música loca de las cosas hacía furor en París y Breton era un semidiós o una divinidad entera. Se puede inferir que con Sabato se forma un arquetipo de escritor que no sólo factura novelas (tres hizo y eso bastó) sino que se encomienda la labor de contar a la conciencia de cada uno lo que sucede en las calles o en los casas, en donde haya una pugna entre lo honesto y lo que no lo es, entre la belleza (la de la literatura, la de la convivencia entre las personas) y la fealdad. Porque eso fue a lo que aspiró siempre: a desemborronar las cosas feas. Creería (con razón cartesiana y con aliento lírico) que debajo, en ese palimpsesto grueso de conductas que se van amontonando, de palabras que se van diciendo y luego se olvidan o se reemplazan por otras, que todavía era posible mirar al ser humano de frente y apreciar la franqueza y la rectitud, el pundonor y la inteligencia. Leí a alguien una cita de Sabato en la que se erigía el váter como lugar metafísico de la casa. Igual lo estoy imaginando, es cosa de buscar en los algoritmos de la máquina, ya saben. Imagino al bueno de Ernesto leyendo a sus héroes griegos o los cuentos de su amigo Borges sentado en la taza, imprimiendo a la lectura un apresto orgánico (físico hasta tocar la misma alma) que es posible no se encuentre en ningún otro lugar, permitidme el exabrupto.

En las fotografías a Sabato se le ve siempre cara de buena persona, aunque había un poso de tristeza visible. Tiraba a melancólico el gesto que la ocupaba. Una especie de honda preocupación parecía desquiciarla. Algo así (melancolía, preocupación, desquicio) había en El túnel, la historia del pintor que debía matar a la única persona que podría dar a su vida un sentido, o Sobre héroes y tumbas, la historia de un joven irremediablemente solo en un país (Argentina) irremediablemente enfermo. No he leído Abaddón el exterminador, aunque ahí está en una balda a mi espalda, quizá feliz al saber (quién sabe cómo funcionan los libros en sus adentros) que estoy hablando de sus dos hermanas mayores, tan queridas. Una sola obra (una especie de milagro sin continuación) bastaría para que adoremos a un escritor. Lo prolífico no es señal alguna, aunque se la mire con agrado y nos contente saber que tenemos montones de libros que leer de alguien que acabamos de conocer. Como si acabáramos de nacer y supiéramos de cuajo que tenemos una vida entera por delante, cuándo no se tiene. Hay una luz en la literatura que a veces coincide con la progresiva o abrupta ceguera del escritor. Borges llevaba casi toda la vida ciego cuando murió. A Sabato le sobrevino la sombra al final de su vida, pero decidió cegar también la escritura. Dijo escribir para no morirse, pero debía estar mintiendo, en el fondo. También que pintar era tan hermoso como inventar cuentos. La escritura es menudencia, cosa que se extrae poco a poco y se va imponiendo a la realidad, pero la pintura es algo grandioso, que se acepta y se conoce en una única mirada, deslumbrante esa mirada cuando el objeto mirado rebosa en belleza o en significado, a lo mejor son las dos cosas la misma. Borges no escribió nada sobre pintura, que yo sepa. O, al menos, no con entrega y ardor. Sabato era consciente de la solemnidad de lo plástico. Las imágenes tienen la elocuencia suficiente como para que no haga falta traducirlas en palabras, herramientas menores, artefactos con un error de fábrica ya de antemano: el de contar, no el de ver. Sabato sabía eso muy bien. No intervenía ninguna circunstancia religiosa que lo hiciera temblar o sentir algo parecido al disfrute de lo puro espiritual. "Pero dígame, Borges, si no cree en Dios, ¿por qué escribe tantas historias teológicas?", le preguntó. "Creo en la teología como literatura fantástica. Es la perfección del género", le contestó el maestro.  Yo les creo. Digan lo que digan. 


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