En febrero de 1981 yo era un sindicalista con barba, megáfono y trenca con capucha. Quiero decir que intervenía en asambleas, negociaba convenios colectivos, participaba en huelgas y era el secretario de organización de mi sindicato a nivel provincial.
Cuando el día 23 se produjo una de las cíclicas pulsiones de la España negra yo estaba reunido en el Club Figueroa de Córdoba con otros compañeros y sindicalistas para defendernos de un Expediente de Regulación de Empleo que quería poner en la calle al 20 % de la plantilla de la empresa donde trabajaba.
Casi nos tomamos a broma la estampa del tricornio con bigote en el Congreso, pero cuando terminó la reunión, instintivamente, al pasar por una gasolinera, llené el depósito del Mini Morris, verde y blanco, que tenía y me dirigí a casa de mis ya ancianos padres. A despedirme.
Si el golpe o atraco recurrente de las libertades hubiera triunfado, hace tiempo que estaría criando malvas, pero tuve tiempo de recibir dos gestos fraternales y de amistad. Mi padre, cuando ya estaban los bancos cerrados, había reunido una cierta cantidad de dinero en metálico- 36.000 pesetas- que me dio callada y discretamente. Y recibí la llamada de un compañero, nacido en una localidad de la provincia de Cáceres, limítrofe con Portugal, buen conocedor de la frontera, que se ofreció hasta para acompañarme hasta allí.
Al pairo de los acontecimientos, también otros amigos, comprometidos pero no sospechosos por su buena situación económica, me ofrecieron pasar la noche en su casa. Amarrados a los transistores pasamos las horas en una casa de campo, aliviando la tensión con la música de Carlos Santana y Phil Collings.
Cuando el Borbón hizo su paripé de defensor de la democracia, hasta brindamos. Y sin ningún ánimo de ninguna necesaria enmienda a las seis de la mañana ya estaba participando en una multitudinaria asamblea en el turno de mañana de mi empresa. Y las que vinieron después.
Por eso anoche, viendo la “Operación Palace” de Jordi Évole, me embargó el mal humor. Aun intuyendo el montaje, en algún momento me pregunté si aquel disparate podría ser verdad, y donde estaba el sacrificio, la solidaridad y la fraternidad de mis seres queridos y amigos, en almoneda ante un monumental engaño al pueblo y a la verdad.
Millones de personas de esta mierda de país sentimos aquella noche el miedo humano, la retroalimentación en nuestros ideales para sobrevivir al horror, mientras una partida de linchadores de la libertad sacaban sus pistolas y tanques cainitas a las calles de su fanatismo patriotero.
La justicia les fue leve a la trama militar del golpe de los cavernícolas e inocua a la trama civil. Tan inocua que ahora nos gobiernan desde sus gaviotas y cuentas suizas.
La historia de ficción del otro 23-F, el de ayer, es tan sólo superada por la versión oficial, judicial y policial, mucho más teatralizada y novelada, que la que emulando a la “Guerra de los Mundos” de Orsón Welles se ofreció ayer.
Por lo pronto, los trogloditas han convocado una manifestación automovilística en mi ciudad – no sé sabe si llevaran también tricornios y pistolas- el próximo día 8 de marzo.
Tendré que desempolvar a Santana y Phil Collings.
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