Revista Cultura y Ocio

234/365 Nina Simone

Por Calvodemora
234/365 Nina Simone

No sé cuándo a Nina Simone le importó más su activismo político que su carrera artística, concentrada las más de las veces en difundir su mensaje o en hacer que prevaleciera, más que la música, su rabia, ese estar siempre a la gresca con la injusticia. Vi no hace mucho  un concierto de Nina Simone en blanco y negro en el que parecía estar a punto de echarse a llorar canción a canción y recuerdo un público respetuoso hasta extremos dramáticos, confiado en que la dama del blues (también del jazz, del soul, de la canción protesta, del góspel y del rhythm and blues) no decayera, prosiguiese su relato lento de las penurias de su raza. Los quiero noqueados cuando salgan de la sala, llegó a decir. Parecía entonar un rezo cuando cantaba. Su poderosa voz de contralto, llena de matices, remarcaba las palabras, las inflexiones en el tono, el volcado del alma. Era una sacerdotisa, una mujer por la que se expresaba Dios. que en su boca era un militante más de su cruzada por los derechos civiles y por la igualdad. Hay canciones suyas que parecen salmos. Será el góspel, que es en esencia la voz de la divinidad, su arrullo espiritual en quienes lo escuchan. Dios está en las barricadas, en el frente de la guerra invisible en la que se alistó, en su cabeza agitada por cien protestas. Sufrió un trastorno maníaco-depresivo y se le diagnosticó bipolaridad al final de su vida, en su retiro en un balneario al sur de Francia. Esa revelación explicó una parte de su biografía, si no toda. Vivió la última parte de su vida de las rentas de una canción pegadiza, no de las favoritas de su enorme repertorio, que una marca de perfume caro reflotó para publicitarla (My baby just cares for me) y que rodó Ridley Scott. Hay que pagar las facturas, dijo en una entrevista. Se hizo rica, aunque siempre anduvo de pleitos con la industria discográfica. En los conciertos, tenía un carácter arisco, desabrido: era capaz de dejar una pieza a medio tocar si el público no mantenía la compostura y desatendía el motivo que les había hecho ir a verla. Como si fuese una liturgia. Como si tocara en un altar. Manejaba con maestría la teatralidad, pero no era impostura: callaba cuando importaba más el silencio o arengaba a la feligresía con arrebatadores discursos sobre la segregación racial o el lamento de una mujer que anhela el amor y lo busca en las canciones: todas enfatizaban un estado de ánimo tangible. Se sabía si la señora Simone (su nombre artístico proviene de la actriz francesa Simone Signoret) estaba en paz consigo misma o la devastaba algún tormento interior que se encrespaba o atenuaba por estrictas convicciones íntimas. 

Eunice Waymon, tal era su nombre real, fue la primera mujer negra que tocó en solitario en el Carnegie Hall para interpretar clásica. También la que abandonó el canon de Chopin o de Liszt por las diabluras que podía hacer con un piano interpretando la música de su raza, la que se escuchaba en los tugurios y en las iglesias, en las timbas de póquer y en los velatorios. Joven, con talento y negra (Young, gifted and black, como una de sus canciones), Nina Simone se atrevió a erigirse como bicho raro frente a la distinguida audiencia del Royal Albert Hall londinense en 1978: "El talento no es una bendición sino una carga. No soy de este planeta. No venga de donde ustedes. No soy como ustedes ". La sacerdotisa suprema no condescendía a congraciarse con su público. Era accidental, era (hasta cierto punto) suprimible: su ofrenda era hacia sí misma. En todo caso, cuando se pusiera a pensar en qué contribuía a que el orden reinara y resplandeciera la armonía o la justicia o el bienestar, se concedería un lugar de relevancia, el proveniente por el desempeño de su oficio o de su arte. Alienado con radicalismos, seguidora de los Black Panthers, comprometida por completo a la causa racial, terminó por renunciar a su país y se refugió en Europa. Concedía las entrevistas a las que no se plegaba y hasta aceptaba (oh giro del fatum) peticiones en las soflamas ardorosas de antaño, aunque no olvidaba a quienes la guiaron y moldearon (sus amigos Martin Luther King y Malcolm X). Su activismo no remitió, quizá menguó la ira y Nina comprendió que la puerta que ella había abierto no se cerraría nunca. De no haber tenido un piano "hubiera sido una asesina dispuesta a devolver golpe por golpe") así que hablaba con vehemencia sobre Martin Luther King o Malcolm X. Eran maneras de beligerar, de no ceder, de ocuparse de ella para que otros pudieran ocuparse de sí mismos. Su dramatismo vocal, ese trémolo rudo que le salía de las tripas contenía fuego y llanto. 


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