El 26 de marzo de 2016 comencé mi aventura en un país extranjero. Recuerdo mi primer año en Alemania lleno de anécdotas y momentos agridulces. Entonces todo me parecía un mundo. No hablaba el idioma y apenas conocía la cultura alemana. Ahora, cinco años después, R. y yo hemos olvidado muchos de las circunstancias vividas. Pero cuando los compartimos con amigos y familiares nos miran asombrados, con una cara que mezcla admiración, tristeza y cariño. Y nosotros nos sentimos orgullosos de haber llegado hasta aquí y de no habernos rendido.
Mi primera vez en Alemania
Mi toma de contacto con Alemania fue un año antes, en verano de 2015. Gracias a un intercambio de casa experimentamos cómo sería vivir en Berlín. Fantaseamos con la idea de hacer allí nuestra vida, como habíamos pensado en otros muchos viajes. En aquel instante no se me pasaba por la cabeza que, en esta ocasión, el plan pudiera llegar a materializarse.
Recuerdo que, a pesar de estar en un lugar completamente desconocido, me sentí cómoda por primera vez en mucho tiempo. Y los alemanes no me parecieron aquellas personas intransigentes y distantes que nos vendían en los medios españoles. La Troika y algunas declaraciones de Merkel durante la crisis no ayudaron a disipar esa mala imagen.
También descubrí algunas costumbres que más tarde incorporaría como propias en mi rutina. Reciclar el Pfand, circular con la bici por la ciudad, ir a un supermercado bio, hacer los domingos, visitar los Flohmärkte ... Me gustaba ese estilo de vida.
Cuando di la noticia
Desde muy joven soñé con la posibilidad de vivir en el extranjero. La maldita crisis económica había llevado a algunas de mis amistades a probar suerte en Reino Unido, Francia y, por supuesto, Alemania. Sabía que si quería encontrar salidas y tener un plan de futuro tenía que emigrar. Había puesto el ojo en varios programas de cooperación internacional y en un par de corresponsalías desde Latinoamérica. Pero la cosa no terminaba de cuajar.
Y fue entonces cuando apareció R. Mi pareja (ahora marido) también quería irse de España y tenía claro su destino: Alemania. Al principio fui reticente. Todo lo que había escuchado sobre la dificultad del idioma y el clima me frenaba. Pero no quería perder la oportunidad de intentarlo y le di a R. mi primer sí, quiero. Aunque con la condición de buscar ofertas de trabajo sólo en ciudades. Aunque fueran pequeñas. Supuse que la adaptación en un pueblo sería mucho más complicada.
Dude si era momento de compartir con mi gente nuestras inquietudes y, tras sopesarlo, comencé a explicarles nuestros planes a mi familia y amigos más cercanos. En general, me sentí apoyada, aunque también recibí respuestas bastante negativas. Desde las que afirmaron que jamás conseguiría integrarme, hasta las que me anunciaban que en Alemania no había diversión y que era imposible hacer amistades. Sin embargo, las que me dejaron completamente descuadrada fueron las que me advirtieron de que debía tener cuidado de no ser violada por un turco. Justificaban su intranquilidad por los incidentes que tuvieron lugar en las Navidades de 2015 en varias ciudades alemanes.
Incluso en aquellas frases lapidarías pude percibir un tono general de tristeza. Se alegraban por mí, pero no querían que me fuera. En particular, recuerdo a mi tío, un hombre recio y poco dado a mostrar sus sentimientos, con la lágrima asomando mientras me evitaba la mirada al darle la noticia.
Primeros pasos: ¡Buscar piso!
Eran las nueve de la mañana cuando R. me llamó por teléfono, emocionado. ¡Tenía un contrato de trabajo en Alemania! El destino era Münster, una ciudad universitaria conocida por la Paz de Westfalia. Hasta la fecha no había oído o leído nada sobre ella así que, comencé a investigar ¡y a buscar piso!
Buscar piso en Alemania desde España es casi imposible. No estábamos familiarizados con las páginas de búsqueda de vivienda en Alemania, ni con los procesos, ni con el tipo de solicitudes que envían. Si la ciudad en la que se hace la búsqueda no esta muy acostumbrada a los inmigrantes, la tarea resulta más ardua todavía. Sólo obtuvimos respuesta de dos personas. Una era una vivienda en las afueras y la otra, un inmueble del que apenas había información.
R. tuvo la idea de viajar un fin de semana juntos a Münster, antes de trasladarnos de manera definitiva. Él ya fue para hacer la entrevista de trabajo, pero de este modo podríamos ver alguna de las casas y, sobre todo, conocer un poco la ciudad. Como un par de turistas.
Hicimos los trámites para cerrar las visitas de los pisos y nos llevamos la primera sorpresa. El inmueble del que apenas había información ¡resultó ser un timo! La persona con la que contactamos nos pedía por adelantado 2.000 euros y rellenar un formulario con nuestros datos. Nos explicó que se trataba de una fianza para asegurarse de que no faltábamos a la cita y que nos reembolsaría el dinero después de mostrarnos el piso. Nos sonó tan extraño, que hicimos algunas comprobaciones. El mail era de Reino Unido y aparecía en algunos sites como una dirección de correo electrónica fraudulenta. ¡Estuvimos a punto de picar!
El segundo piso, el de las afueras, tampoco parecía trigo limpio. La gente que estaba en la calle daba mala espina. La que sería nuestra casera accedió a nuestro futuro piso sin llamar, con una llave propia. En él estaban un padre y su hijo cocinando. Ambos tenían una mirada perdida y un halo de tristeza. Pensé que probablemente no era la primera vez que la mujer irrumpía en su domicilio sin avisar. No hubo preguntas, pero sí un excesivo afán por vendernos estupendamente el lugar y tratar de cerrar una firma de contrato cuanto antes. De nuevo, la falta de transparencia y las prisas nos hicieron sospechar así que, le dimos largas y, finalmente, denegamos su oferta.
Desesperados, a dos semanas de la fecha de nuestra mudanza, todavía no teníamos piso ni sabíamos cómo lograrlo. Para poder empadronarse en Alemania es necesario presentar un documento firmado por el propietario de la vivienda o de la empresa que se encarga de gestionar el alquiler. Sin ese padrón no es posible abrir una cuenta bancaria, contratar un seguro médico y un sin fin de cosas más. Probamos con alojamientos alternativos, hoteles y Aribnb, pero nadie nos facilitaba ese maldito papel.
Por si fuera poco, en el trabajo de R. exigían que tuviera todos los documentos a fecha 1 de abril (que era cuando comenzaba en el contrato laboral) para poder para poder domiciliar su nómina y dar de alta otros temas. ¿Pero cómo se supone qué íbamos a hacerlo?
Nos debieron de ver tan desesperados que nos ofrecieron la ayuda de una agente de recolocación. Algo que, por cierto, no habían mencionado hasta la fecha. Después aprendería que la falta de comunicación es algo habitual en Alemania y has de decir las cosas de manera expresa para obtener una respuesta clara u obtener toda la información.
Tras conversar con alguien que conocía el mercado inmobiliario de Münster, nos pareció razonable la posibilidad de alquilar una casa amueblada de manera temporal y una vez instalados, hacer una búsqueda de una vivienda sin muebles. Una opción mucho más barata y la habitual en tierras alemanas.
Comienzo de la aventura
Los últimos días en Madrid fueron agotadores. El piso que compartíamos en Chamartín estaba lleno de cajas, plástico para embalar y montones con etiquetas "para tirar" y para dejar en casa de nuestros padres. También dejamos preparadas unas cajas para enviar en julio, fecha para la que suponíamos que ya tendríamos un nuevo y definitivo domicilio.
Cargamos dos maletas grandes con ropa de invierno y algunas de las cosas que considerábamos imprescindibles para comenzar nuestra vida en Alemania. Iban a reventar. Recuerdo que R. no dejaba de repetir "la ropa no pesa, podemos echar más en las maletas". Cuando llegamos al aeropuerto, ambas tuvieron un sobrepeso de 20 kilos. Se me escapa una sonrisa mientras lo escribo, pero en aquel momento, pensé que tendríamos que tirar todo en un cubo de basura antes de facturar.
El vuelo pasó sin mayores sobresaltos y a nuestra llegada a la estación de tren, nos sentimos contentos porque todo estaba saliendo según lo esperado. Habíamos quedado con el dueño del piso a las 14.30 para que nos hiciera la entrega de llaves. Teníamos dos horas de margen. ¡No contábamos con los retrasos de la Deutsche Bahn!
Una llamada telefónica sirvió para cambiar la hora de la cita y un poco más tarde de previsto, ya estábamos allí. Con la lengua fuera subimos las escaleras y contemplamos nuestra primera casa en Münster. Era muy amplia y luminosa. Nada que ver con lo que estaba acostumbrada a ver en Madrid. Pero resultó ser demasiado ruidosa. La carretera que veíamos desde la ventana tenía dos carriles en cada sentido y por ella circulaban ¡hasta camiones! 24 horas de ruido constante nos pasaron factura y acabamos con los nervios crispados, discusiones absurdas y caída de pelo incluida. Para colmo, el alquiler era algo realmente abusivo y los meses pasaban sin que encontráramos otra opción más asequible.
Problemas de comunicación
La agente de recolocación nos enviaba ofertas de pisos que coincidían con nuestro criterio y nos animaba a buscar en algunas páginas web de alquiler de pisos para mandarle los enlaces y que ella pudiera concertar las visitas. Fue entonces cuando volvieron a surgir los problemas de comunicación, más allá del idioma.
Münster no es una ciudad demasiado grande (tiene 304,708 habitantes) así que la oferta inmobiliaria no es muy jugosa. Cada vez que aparecía un piso que nos convencía, desaparecía de la web en menos de una hora. ¡Era una locura! La tensión iba en aumento y en una conversación por mail sobre el tema con la agente de recolocación, recibimos una respuesta muy desagradable.
Ella se había mostrado muy cordial en todo momento y nos había explicado que su misión era brindarnos información sobre todo lo que necesitáramos para instalarnos en Münster, acompañarnos a realizar algunos trámites y ayudarnos a buscar piso. Nunca puntualizó que en su contrato esta ayuda se limitaba a mostrarnos los anuncios de seis pisos. Independientemente de si nos gustaban o no. Las formas se perdieron y la relación, desde entonces, quedó seriamente dañada. Aunque ella se mostraba como si nada hubiera pasado, perdimos la confianza y comenzamos a mirar pisos por nuestra cuenta.
A comienzos de verano apareció el piso perfecto. Pasamos de escrúpulos y le pedimos a la agente de recolocación que llamara para concertar una visita. El Hausmeister le comunicó que buscaban sólo "personas mayores, de más de 60 años". Quisimos intentar negociar y aprendimos que cuando un alemán dice no, es no. Nos sentimos frustrados, apenados y muy muy casados. Pero no nos rendimos.
Mientras seguíamos buscando, el Hausmeister de la casa de nuestros sueños cambio de opinión y nos invitó a visitar la casa. Quedamos encantados. Aceptamos de inmediato y comenzamos a realizar todo el papeleo pertinente para cerrar el contrato de nuestra casa amueblada y dar de alta todos los servicios de la nueva. También para traer los paquetes con la ropa de verano desde Madrid y nuestros objetos de decoración.
Vivir sin muebles
El alquiler de la casa amueblada y los cursos de alemán se habían llevado buena parte de nuestros ahorros. Pensamos en pedir un crédito o financiar los pagos de los muebles para la nueva vivienda. Sin embargo, a pesar de la buena nómina de R. no conseguimos que ninguna tienda aceptara nuestras solicitudes para compras pagadas en mensualidades.
Ante la negativa R. solicitó varias tarjetas de crédito para tratar de hacer las compras. Como desconocíamos todo lo referente al sistema financiero en Alemania, jamás habíamos escuchado hablar de la Schufa, una empresa que reconoce morosos. Para acceder a una vivienda o realizar determinadas compras, es habitual que el interesado solicite un informe de esta empresa para saber si eres o no solvente. Todas las peticiones de tarjetas de crédito y las de financiación de muebles aparecían en el perfil de R. Así que, cada vez que queríamos gestionar algún servicio similar, nos lo volvían a denegar. Una pescadilla que se mordía la cola.
Empezamos a agobiarnos. Podíamos dormir en un colchón sobre el suelo, comer sentados en el parqué a estilo indio y amontonar nuestra ropa en las maletas. Pero no teníamos cocina. Buscamos las mejores opciones que pudiéramos pagar al contado en centros especializados cuando la agente de recolocación nos ofreció visitar una tienda que ella conocía. Evidentemente no era casual. Ella cobraría una comisión de la venta; estábamos seguros. Pero el dueño nos hizo un buen precio y prometió que nos instalaría la cocina en sólo cuatro semanas. Visitó nuestro domicilio un par de veces para asegurarse de que las medidas estaban bien tomadas y firmamos el contrato con la fecha de entrega en julio. Sólo tendríamos que pasar 15 días sin cocina.
Pasaron los días y tras un par de preguntas sobre queríamos cocina eléctrica o de gas (hubo un problema con el tubo del gas que nos hizo reorganizar todos los planos de la cocina) nos anunció, con una pasmosa calma, que no íbamos a tener la cocina hasta principios de octubre porque en agosto las tiendas de muebles cerraban. No no lo podíamos creer... De nuevo, la falta de comunicación y el presuponer que el otro tiene toda la información nos había llevado a una situación en la que salíamos perjudicados.
Por suerte, el verano de 2016 no fue demasiado caluroso y pudimos usar la terraza como nevera improvisada. Además nuestros vecinos tuvieron su primer gran gesto con nosotros. Nos prestaron una cocina eléctrica que nos salvó la vida. Tuvimos que seguir usando el baño como fregadero, pero al menos pudimos reducir los pedidos de comida a domicilio y cocinar. Aquello nos hizo comenzar a sentirnos un poco más en nuestra casa.
Turista en Münster
Mientras esperábamos la llegada de los muebles los días pasaban sin demasiadas novedades. Por las mañanas iba a clases de alemán y pasaba las tardes estudiando, preparando mis clases como profesora de español, quedando con amigos o paseando por los alrededores.
Me encantaba la sensación de libertad que me daba circular sobre dos ruedas y que ya había experimentado en mi vista a Berlín. No montaba en bici desde mi adolescencia, cuando quedaba con las amigas en el pueblo. Circular por la ciudad era muy diferente, pero pronto le cogí el tranquillo, compré una bici de segunda mano y comencé a hacer vida con ella como una Münsteraner más.
Pasaba la mayor parte del tiempo sola así que decidí tomarme las cosas con calma y conocer la ciudad como lo haría un viajero. Visité los lugares más turísticos de Münster, parques y espacios naturales, ruinas y cementerios antiguos, rincones históricos, castillos, bares emblemáticos. Admito que me hubiera gustado compartir más momentos de ocio con R., pero su nuevo trabajo le ocupaba más horas de las que pensaba y el estrés empezó a devorarle.
En ocasiones no tenía ánimo para salir. Así que me sentaba tranquilamente en la terraza, a escuchar cantar a los pájaros, bajaba al Hof y charlaba un poco con algún vecino, o les timbraba para tomar un café. Ellos se convirtieron en mi familia alemana y fueron mi arrope durante todo el tiempo que viví en Münster. Nunca supe muy bien si eran así de corteses y cariñosos con nosotros por una especie de código cultural o porque lo sentían de corazón. El caso es que después de nuestro traslado a Köln no he vuelto a tener noticias de ellos. Y me da mucha pena.
Superadas las complicaciones de la compra de muebles y sintiéndonos cada vez más integrados empezamos a disfrutar de nuestra nueva vida. Habíamos comenzado a fraguar nuestras primeras amistades. No solo en el vecindario. También con colegas de trabajo y estudios. Nos maravillaba encontrar diferencias entre España y Alemania y soñábamos con las posibilidades que teníamos en este país.
El accidente
En medio de la búsqueda del piso de nuestros sueños ocurrió algo que temía desde que llegamos a Münster.
A R. le encanta correr y su forma de ir con la bici era algo temeraria. Cuando salíamos a pasear juntos iba en tensión porque no no me avisaba del itinerario con tiempo para maniobrar correctamente o no respetaba la señalización.
Una tarde de primavera, volviendo de una barbacoa de trabajo, tuvimos nuestro primer accidente de bici. Una confusión en las indicaciones nos hizo dar un giro de manera errónea y chocamos. R. salió volando por los aires y aterrizó con su codo izquierdo sobre el asfalto.
Varios testigos se acercaron para ver cómo estábamos (algunos riéndose de nosotros, como si fuéramos unos ciclistas aficionados) y llamaron a los servicios de emergencia. Vino una ambulancia y mientras nos hacían las primeras curas un policía asomó por la puerta del vehículo y comenzó a interrogarnos. Yo sólo llevaba un par de semanas en mi curso de A1.1 y lo único que acerté a decir es que éramos novios y no había ningún problema. Se mostraba muy serio y comentó algo sobre una denuncia que no comprendí.
Nos trasladaron al hospital y tras unas horas de espera nos comunicaron la noticia que no estaba preparada para escuchar. R. se había fracturado el brazo y el codo. Había que operarle y permanecería como mínimo una semana en el hospital. ¿La intervención era peligrosa? Sentí miedo. ¡Pánico! R. aún estaba en periodo de prueba ¿iban a despedirle? Al llegar a casa, de madrugada, rompí a llorar sin saber qué hacer. Llamé a mi madre y ella me se ofreció a viajar para ayudarnos. Agradecí su ofrecimiento, pero quería hacer frente a todo aquello sola. Sabía que podía. Tenía que poder.
Rápidamente aprendí como funcionaban las cosas en el hospital y mi nivel de alemán mejoró rápidamente, a marchas forzadas. Parecía que dentro de la gravedad del asunto teníamos todo más o menos bajo control y sólo había que esperar a la operación. Los días posteriores fueron más duros.
Para colmo, una de las noches, tras pasar el día en el hospital cuidando a R., encontré dos cartas de la policía en el buzón. En una lectura rápida, por encima, sólo alcancé a entender que había una denuncia por el accidente y que teníamos que declarar. Empecé a sudar y a llorar y cogí mi móvil para traducir todo el documento. Efectivamente, era un requerimiento en el que se me instaba a denunciar a R. por el accidente. ¿R. podía ir a la cárcel? ¡Yo no quería denunciarle!
Cuando pedimos ayuda a nuestra agente de recolocación nos dio el contacto de un abogado que fue pasando la patata caliente de unos colegas a otros. El que finalmente accedió a ayudarnos con el tema envió una carta a la policía y nos hizo una factura por más de 500 euros. Por casualidad, R. compartió la historia con su jefe en una conversación distendida y este le aclaró que aquello era un auténtico abuso. Se ofreció a llamar por teléfono al jurista y le cantó las cuarenta en un perfecto alemán. La minuta re redujo a más de la mitad.
Todo nos parecía surrealista y con el brazo roto de R. llegó el día de la mudanza al piso de nuestros sueños. En el concesionario de alquiler de coches sólo les quedaba un mini descapotable así que, tuvimos que echar varios viajes para trasladar las pocas cosas que teníamos en el piso amueblado y ruidoso.
¿Volver a España? No, gracias
Han sido muchas las ocasiones en las que me han planteado si quería regresar a España. Y es curioso, pero a pesar de todas las dificultades y el tiempo de soledad, no contemplé nunca esa opción. Nunca, en estos cinco años. Ni siquiera ahora, con todas las restricciones por Coronavirus que me impiden ver a mi familia desde hace más de un año. Me gusta mi nueva vida. Me siento libre y dueña de mi futuro.
Desde un punto de vista meramente práctico, las opciones laborales que ofrece Alemania son mucho mas prometedoras que las que encontraba en España. Tengo dos carreras, infinidad de cursos de formación complementaria y más de 15 de años de experiencia labora. Aún así, encontrar un puesto de trabajo con un salario superior a 1.000 brutos es complicado. Y con horarios que prácticamente anulan la oportunidad de tener vida personal de lunes a viernes.
Mi último trabajo fue en una conocida escuela de negocios de Madrid. Estaba allí desde las 9 de la mañana hasta las 19 de la tarde. A la salida cogía el metro con la lengua fuera para llegar a tiempo a unas clases de inglés que terminaban a las 21.30. Después de eso, sólo quedaba cenar, ir a la cama y levantarse al día siguiente para correr en la rueda. Ahora que soy madre, valoro aún más si cabe el tiempo que pueda dedicarle a los míos.
En España estaba quemada y desperanzada y no quería conformarme con un modo de vida que no me convencía ni me llenaba. Por eso me arriesgué. Si salía mal siempre podía volver a los trabajos precarios y a los pisos de 40 metros cuadrados con precios inasumibles. Pero resulta que el plan no ha ido nada mal. ¡Y lo que queda por llegar!