Tengo en casa un libro procedente de la librería Follas Novas de Santiago de Compostela. Se trata de una edición de Alba Clásica de Lejos del mundanal ruido. No fui yo quien adquirió esa novela. Me tocó hace cinco años en un sorteo del ahora poco activo blog Carmen y amig@s de Carmen Forján, también administradora del grupo de Facebook Tarro-libros, al que pertenezco desde su origen hace ya siete ediciones. Ocurre, pues, que yo nunca he estado en esa librería. De hecho, cuando ese magnífico ejemplar del clásico de Thomas Hardy llegó a mis manos, ni siquiera había puesto nunca un pie en esa ciudad que tantos pies peregrinos ha recibido a lo largo de los siglos. Pisé la ciudad de peregrinaje algún año después, en concreto a finales del verano de 2018. También en esa ocasión llegó a mi caso un botín literario compostelano, aunque en este caso viajó de vuelta conmigo. Dicho botín lo adquirí yo misma en la libraría Couceiro, pero, curiosamente, tampoco he puesto un pie en mi vida en esta otra librería. En la Praza de Cervantes, en donde está ubicada, el comercio tenía instalado un puesto de libros de segunda mano. Allí me encontré con un viejo ejemplar de La Reina de las Nieves, de Carmen Martín Gaite, y con otro de Veintidós cuentos, de Mercè Rodoreda, y decidí llevarme sendos libros de escritoras tan queridas para mí como recuerdo de mi fin de semana santiagués.
Os preguntaréis a cuento de qué viene toda esta historia de peregrinación literaria. Os cuento, cómo no. Cuando estoy leyendo 2666, el libro que os traigo hoy, bien avanzada la lectura, podría haber pensado en ese momento, en su inicio, diría mejor ahora que lo he concluido, me doy de bruces con la librería Follas Novas de Santiago de Compostela. Es así como sentí el encuentro, como un golpe, aunque más bien debería de decir que así sentí el descubrimiento.Amalfitano, personaje de la novela que, como yo, tiene en su poder un libro procedente de la librería Follas Novas y, también como yo, jamás ha puesto un pie en dicho comercio de libros, descubre el nombre, dirección y teléfonos del negocio en el misterioso ejemplar. El ejemplar es misterioso no solo por el hecho de que Amalfitano nunca ha estado en la librería de marras, sino porque, al contrario que yo, no recuerda cómo ese libro ha llegado a su poder. Sabe que llegó junto al resto de sus libros procedentes de la mudanza desde Barcelona a Santa Teresa, en el fronterizo estado mexicano de Sonora, pero ni por asomo es capaz de descifrar en su mente y su memoria los caminos por los que dicho libro ha llegado a él. «Se trataba, era obvio, de Santiago de Compostela, en Galicia», «no Santiago de Chile» (el amigo Amalfitano, como Roberto Bolaño, es chileno), «único lugar del mundo en donde Amalfitano era capaz de verse a sí mismo en un estado de catatonia total, capaz de entrar en una librería, coger un libro cualquiera sin siquiera mirar la portada, pagarlo y marcharse». Para más inri, Amalfitano nunca ha estado en Santiago de Compostela.
Sinceramente, no sé qué es más sorprendente, si la desmemoria del chileno que, pasando por Barcelona, va a parar a México, o mi memoria. Particularmente, no me sorprendo a mí misma con estos recordatorios, pero entiendo perfectamente que a quien no me conozca personalmente le puedan sorprender. Lo que yo recordaba es un colorista marcapáginas con el dibujo de un gaitero en el anverso y con el nombre y la ubicación de la ya famosa librería compostelana en el reverso, que me llegó junto a la novela y otros detalles en el paquete que Carmen, con su buen hacer característico, tuvo a bien enviarme. Ni que decir tiene que he rescatado el marcapáginas, que sabía aún conservaba, para confirmar mi recuerdo. Lo que también he de decir es que he tenido que rescatar de la estantería los mencionados libros de Gaite y Rodoreda porque, ¡oh, caprichosa memoria la mía!, no recordaba el nombre de la librería en la que los había comprado. Ya veis, no soy tan máquina como estabais pensando. Sí recordaba, en cambio, que en el interior de una de las tapas de ambos libros había una pequeña etiqueta pegada en la que figuraba el nombre del comercio. En fin, al final, soy incluso peor de lo que pensabais.
Lo que seguro no os sorprenderá, al menos a los más asiduos a este blog, aunque no me conozcáis personalmente, es saber que me flipan estas casualidades. «La casualidad, si me permite el símil, es como Dios que se manifiesta cada segundo en nuestro planeta. Un Dios incomprensible con gestos incomprensibles dirigidos a sus criaturas incomprensibles. En ese huracán, en esa implosión ósea, se realiza la comunión. La comunión de la casualidad con sus rastros y la comunión de sus rastros con nosotros». Como también sabéis, soy una escéptica de la vida, si bien resulta que, como criatura incomprensible que soy, de vez en cuando necesito creer en algo y es por ello que me aferro a estas casualidades. Es un poco como jugar al autoengaño, lo sé. Vamos, que sé perfectamente que no existe ningún destino oculto que haya hecho que Bolaño metiera en esta novela la librería Follas Novas para que yo (que ni siquiera soñaba, cuando escribió esta novela, leer al chileno, el cual, evidentemente, ignoraba mi existencia) me encuentre con ella. Pero, qué queréis que os diga, a mí estas cosas, que parecen tonterías, me dan subidón, me producen felicidad, me parecen como pequeños regalos que me ofrece la vida. Porque, además, tal vez alguno de vosotros ya lo sepa, pero, de ser así, no tiene por qué recordarlo (a no ser que esté tan perjudicado como yo), Carmen Martín Gaite y Mercè Rodoreda, junto a Natalia Ginzburg, protagonizan una de esas casualidades que tanto me alegran la vida (sobre esa bendita casualidad, pálpito lector y extraña, inexplicable y certera conexión literaria, léase principio de esta y esta otra entrada).
Devuelvo mis libros a su estante y el marcapáginas gallego a la caja donde guardo, aun sin intención de coleccionar, todos los marcapáginas que, de algún u otro modo, llegan a mí. Retomo momentáneamente al bueno de Amalfitano y su libro santiagués, que no santiaguino. Espero llegar en algún momento de esta entrada a Bolaño y el suyo. Confieso estar demorándome con premeditación y alevosía, más que nada por ver si consigo escaquearme del asunto, porque a ver qué os puedo contar y cómo os puedo contar 2666. Si es que me meto en unos jardines (léase mares, desiertos,...)…
El libro de marras se titula Testamento geométrico y lo escribió el poeta gallego Rafael Dieste. El ejemplar de Amalfitano de ese Testamento geométrico termina colgado del tendedero de su vivienda de Santa Teresa. Os preguntaréis cómo ha ido a para ahí. Fácil: él mismo lo cuelga. ¿Por qué? No os lo cuento. ¿Por qué no os lo cuento? porque no me da la gana. A ver, son 1128 páginas de libro (del de Bolaño, no del de Dieste), como os lo cuente todo nos dan las campanadas. Así de clara soy, y eso que me da igual contaros de más que de menos. Con libros como este la única posibilidad de spoiler que existe es leerlo uno mismo y auto spoilearse. «Testamento geométrico eran en realidad tres libros, «con su propia unidad, pero funcionalmente correlacionados por el destino del conjunto»». 2666 son en realidad cinco y asimismo con su propia unidad pero funcionalmente correlacionados por el destino conjunto. Creo, además, que sería un ejercicio interesante cambiar el orden prestablecido de esos cinco libros, bueno, en realidad, de esas cinco partes porque lo cierto es que la novela de Bolaño es un único libro con cinco partes. Dada su extensión, y con la intención de beneficiar económicamente a sus herederos, pues se trata de una novela póstuma, el autor, viendo ya la muerte cercana, expresó su deseo de que las cinco partes se publicaran independientemente. Finalmente, tanto los herederos como la editorial decidieron que la novela pedía publicarse en un único volumen, como así se hizo. Infinitas gracias por ello, Anagrama y herederos.De 2666 se dice que es una novela río. Una novela río es aquella formada por historias independientes que actúan como ríos. Cada historia funciona como un afluente que desemboca en el río principal que es la totalidad de la novela. Cuando estoy leyendo 2666, sin embargo, no puedo evitar pensar que es una novela cueva. Siento que estoy dentro de una cueva en la que se me cuentan mil cuentos. Pura asociación, lo sé, de la cueva de Alí Babá con Las mil y una noches en las que aparece el cuento que contiene a Alí Babá y su cueva. Y es que Roberto Bolaño además de novelista fue cuentista y esta novela bien pareciera estar compuesta de cuentos hilvanados por las múltiples historias y personajes que contiene, eso sí, todos ellos relacionados. Pienso que lo suyo hubiera sido comenzar leyendo algún volumen de cuentos del autor. Lo pensaba incluso antes de comenzar 2666. Pensaba también que, de salir victoriosa de esta aventura, lo próximo suyo que leería sería algún libro de cuentos. Pienso ahora que también me gustaría mucho leer su novela Los detectives salvajes. No puedo evitar pensar que mis intenciones bien pueden demorarse varios años e incluso no cumplirse nunca. En la recopilación de textos El ojo castaño de nuestro amor, de Mircea Cărtărescu, el autor rumano declaraba lo siguiente: «Me pregunto sinceramente si quedan lectores que sigan con tenacidad a un autor, a través de todo su sistema de galerías, como a un zorro astuto. Que quieran entrar de verdad en los extraños mundos de unas mentes prodigiosas. Alguien dijo que «un escritor de genio nos hace a nosotros geniales»». Le prometí a ese zorro astuto entonces, hace ya tres años, seguirle por su sistema de galerías y aún sigo con la promesa incumplida. Prometo ahora a Roberto Bolaño seguirle por las galerías de su cueva y sé que pueden pasar tranquilamente otros tres años sin haberme movido ni un milímetro del punto de su cueva en el que estoy, pero, eso sí, con todos los cuentos que me ha contado esa cueva mezclándose en mil combinaciones imposibles y, por ello mismo, posibles y retorciéndose dentro de mi cabeza. Como dice uno de los personajes de esta novela, «la vida de un hombre [...] sólo alcanza para disfrutar a conciencia de la obra de otro hombre». La vida de este hombre de sexo femenino que aquí escribe es inconstante en cuanto al disfrute de las obras de otros hombres, sean del sexo que sean, y, así, pasa lo que pasa. De todas formas, aunque me decantara solo por uno, sería incapaz de consagrarme exclusivamente a su obra. Necesitaría oxigenarme con otros escritores. Buenos, incluso buenísimos, pero no genios. Es lo que hay. Mi mente da para recordar la librería en donde se adquirió un libro que ni compré ni encargué yo pero para poco más.
Me estreno con Bolaño, pues, con 2666. Porque sí, porque, aunque sabía de su existencia, no fue hasta hará aproximadamente un año, a saber dónde y cómo me topé con ella (pues eso no lo recuerdo), que me fijé realmente en esta novela por primera vez y sentí la necesidad de leerla. No sé si es la mejor obra del chileno, ni siquiera sé si es la mejor opción para iniciarse con él, lo que sí sé es que he leído a Bolaño, he metido la cabeza por su sistema de galerías y con eso me basta porque, lo vuelva o no lo vuelva a leer, la cabeza ya no la voy a sacar de ahí. Respecto a si hubiera sido preferible leer algún cuento y obra menor en extensión, es decir, respecto a la narrativa breve en general frente a la narrativa larga, personalmente no me gusta enfrentarlas y tampoco quiero detenerme más en este asunto. Dejaré, pues, que sea tal vez el propio Bolaño en boca de Amalfitano (el cual, como veis, lo mismo me sirve para un roto que para un descosido), quien se pronuncie al respecto:
«[...] resultaba revelador el gusto de este joven farmacéutico ilustrado, [...], que prefería claramente, sin discusión, la obra menor a la obra mayor. Escogía La metamorfosis en lugar de El proceso, escogía Bartleby en lugar de Moby Dick, escogía Un corazón simple en lugar de Bouvard y Pécuchet, y Un cuento de Navidad en lugar de Historia de dos ciudades o de El Club Pickwick. Qué triste paradoja, pensó Amalfitano. Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez».
Mis libros y mi marcapáginas santiagueses
Sí, 2666 es una obra imperfecta. Y es que no hay río perfecto. El río que es esta novela te lleva con la corriente, te arrastra, te envuelve en remolinos, te empuja a saltos de agua, te lanza a la cascada, te para y te estanca, te agota y te da vida. Como dice otro personaje de este gran río: «Leer es como pensar, como rezar, como hablar con un amigo, como exponer tus ideas, como escuchar las ideas de los otros, como escuchar música (sí, sí), como contemplar un paisaje, como salir a dar un paseo por la playa». «Cuando uno lee jamás pierde el tiempo». Bueno, yo pienso que, según lo que se lea, a veces sí se puede perder el tiempo, pero, leyendo libros como este, es imposible perderlo.
Hay muchos personajes en este libro y no solo el por mi parte exprimido Amalfitano. Muchos de ellos y sus historias serían dignos de mencionar. He de sacrificarlos, no obstante. Para detenerme en ellos tendría que hacer por lo menos una reseña por cada una de las cinco partes que forman esta novela, pero eso sería no hacer justicia a su totalidad.
Los ríos, como es bien sabido, van a parar al mar. Los ríos de esta novela río van, además, a parar a un mismo mar. Todos ellos confluyen en Santa Teresa, que, como ya os he dicho, está en el estado mexicano de Sonora que limita al norte con los Estados Unidos de América. Santa Teresa es en realidad un trasunto de Ciudad Juárez y de sus feminicidios. El mar neurálgico de esta novela es, pues, un desierto, y el desierto de esta novela es un mar que ruge para todo aquel que lo quiera escuchar. El desierto de Sonora es para mí un Desierto sonoro, que diría Valeria Luiselli. Y es que de la mano de esta escritora mexicana me llegaron las voces de los niños inmigrantes. De la mano del chileno, en cambio, me han llegado las de las mujeres asesinadas.
«A medida que conocía otros casos, sin embargo, a medida que oía otras voces, mi rabia fue adquiriendo una estatura, digamos, de masa, mi rabia se hizo colectiva o expresión de algo colectivo, mi rabia, cuando se dejaba contemplar, se veía a sí misma como el brazo vengador de miles de víctimas. Sinceramente, creo que me estaba volviendo loca. Esas voces que escuchaba (voces, nunca rostros ni bultos) provenían del desierto. En el desierto yo vagaba con un cuchillo en la mano. En la hoja del cuchillo se reflejaba mi rostro. Tenía el pelo blanco y los pómulos como chupados y cubiertos de pequeñas cicatrices. Cada cicatriz era una pequeña historia que me esforzaba vanamente por recordar».Santa Teresa es un lugar marcado por el narcotráfico, la corrupción y el machismo. También es uno de los lugares de México en los que la tasa de desempleo femenino es más baja. El trabajo, aunque precario, crece a la sombra de las maquiladoras. Parece, sin embargo, que esa nueva independencia de las mujeres molesta. Alguien en esta novela pregunta cómo es posible que cierto tipo violara a su mujer siendo su marido, y no porque conciba imposible que un hombre le haga eso a su mujer sino porque piensa que es un derecho del marido. Otro alguien bromea diciendo que «las mujeres son como las leyes, fueron hechas para ser violadas». Tristemente esos alguien son agentes de policía, aquellos que deberían de estar más concienciados para acabar con los crímenes de mujeres. Las mujeres no importan, no cuentan, por eso se puede hacer con ellas lo que se quiera con cierta sensación de impunidad. En cierto sentido el ambiente de Santa Teresa me ha recordado bastante al de la patagónica Santa Cruz mostrado por Leila Guerriero en sus Los suicidas del fin del mundo. Nadie se interesa lo suficiente. Nadie pregunta lo suficiente. Nadie investiga lo suficiente.
«Usted dirá: todo cambia. Por supuesto, todo cambia, pero los arquetipos del crimen no cambian, de la misma manera que nuestra naturaleza tampoco cambia».
«En el siglo XVII, por ejemplo, en cada viaje de un barco negrero moría por lo menos un veinte por ciento de la mercadería, es decir, de la gente de color que era transportada para ser vendida, digamos, en Virginia. Y eso ni conmovía a nadie ni salía en grandes titulares en el periódico de Virginia ni nadie pedía que colgaran al capitán del barco que los había transportado. Si, por el contrario, un hacendado sufría una crisis de locura y mataba a su vecino y luego volvía galopando hacia su casa en donde nada más descabalgar mataba a su mujer, en total dos muertes, la sociedad virginiana vivía atemorizada al menos durante seis meses, y la leyenda del asesino a caballo podía perdurar durante generaciones enteras. Los franceses, por ejemplo. Durante la Comuna de 1871 murieron asesinadas miles de personas y nadie derramó una lágrima por ellas. Por esa misma fecha un afilador de cuchillos mató a una mujer y a su anciana madre (no la madre de la mujer, sino su propia madre, querido amigo) y luego fue abatido por la policía. La noticia no sólo recorrió los periódicos de Francia sino que también fue reseñada en otros periódicos de Europa e incluso apareció una nota en el Examiner de Nueva York. Respuesta: los muertos de la Comuna no pertenecían a la sociedad, la gente de color muerta en el barco no pertenecía a la sociedad, mientras que la mujer muerta en una capital de provincia francesa y el asesino a caballo de Virginia sí pertenecían, es decir, lo que a ellos les sucediera era escribible, era legible. Aun así, las palabras solían ejercitarse más en el arte de esconder que en el arte de develar. O tal vez develaban algo¿Qué?, le confieso que yo lo ignoro».
Cruces colocadas en Lomas del Poleo Planta Alta (Ciudad Juárez, Chihuahua) en el lugar donde fueron encontrados 8 cuerpos de mujeres en 1996. Fotografía de iose en dominio público.
Esta novela, sin embargo, no comienza en Santa Teresa. Comienza con un francés, un español y un italiano. Esto, que parece un chiste, me viene muy bien para señalar que esta lectura cuenta con cierta dosis de humor y que a Bolaño le gusta tirar de ironía. Al francés, español e italiano, que son catedráticos, se les une una inglesa. La novela comienza, pues, en Francia, España, Italia, Reino Unido y demás países en los que los profesores se reúnen en conferencias, encuentros e incluso visitas personales, pues van entablando una relación de amistad entre ellos. Y es que los cuatro son estudiosos de un escritor alemán que responde al rimbombante nombre de Beno von Archimboldi. Todos ellos han consagrado su vida a seguirle por su sistema de galerías. Archimboldi es un escritor de culto ya anciano al que en sus orígenes apenas nadie leía ni conocía pero que, en los últimos años, se ha convertido en candidato nada más y nada menos que al Premio Nobel de Literatura. Nadie lo conoce ni sabe dónde vive. Tan solo se sabe de su elevada estatura. La primera parte de esta novela trascurre, pues, entre líos de amigos, amores y pesquisas por encontrar al admirado escritor.
La novela, no solo esta primera parte, cuenta, como ya habréis notado, con su buena dosis de metaliteratura, así como de diversas referencias culturales que, además, en muchos casos mezclan la realidad con la inventiva. La transición entre locura y cordura está también presente a lo largo de toda la trama: ropajes de loco bajo la vestimenta exterior, un pintor y un poeta internados en sendos manicomios, uno de los personajes más relevantes que es llevado a una casa de escritores olvidados la cual resulta ser un sanatorio mental, incluso aparece un personaje que se llama Lalo Cura. «Se llama Lalo Cura, dijo el jefe de policía, y se echó a reír. Lalo Cura, Lalo Cura, ¿lo captas? Pues sí, está claro, dijo Epifanio, y también se rió. Al poco rato los tres se pusieron a reír».
Bolaño no se corta dejando en su obra póstuma alguna que otra crítica a Latinoamérica. En la novela, sin embargo, hay un constante trasiego entre el continente europeo y el americano, incluso hay algún eco del africano (será por eso de que en África nace el río de la humanidad). Aunque algunas de las cinco partes trascurren mayoritariamente en Santa Teresa y todas, de algún u otro modo, desembocan allí, la última sucede mayoritariamente en Alemania, en ese país que tiene un período de su historia vergonzante cuando, en realidad, «la historia, que es una puta sencilla, no tiene momentos determinantes sino que es una proliferación de instantes, de brevedades que compiten entre sí en monstruosidad», resultando que las monstruosidades no entienden de tiempos ni banderas, pero, aun así, como digo, esa última parte trascurre mayoritariamente en ese país que «ha intentado arrojar al abismo a varios países en nombre de la pureza y de la voluntad. Para mí, como usted comprenderá, la pureza y la voluntad son puro mariconeo. Gracias a la pureza y a la voluntad nos hemos convertido todos, entiéndalo bien, todos, todos, en un país de cobardes y de matones, que al fin y al cabo son lo mismo». Y es que la dualidad entre bondad y maldad termina revelándose como uno de los temas principales de esta novela, hasta el punto de que uno de sus personajes llega a preguntarse: «¿Cómo podía una persona que cada día conseguía una flor para ponerse en el ojal ser un criminal de guerra?»
En cuanto al estilo narrativo es muy variado. El autor recurre en cada una de las partes a la narración lineal sorprendiendo, sin embargo y de repente, en una de ellas, la de las víctimas, simultaneando tres historias que comparten espacio y tiempo. Asimismo, es capaz de redactar frases kilométricas y recurrir a cierta especie de realismo mágico en alguna de esas partes mientras que, en otras, usa un estilo mucho más directo, ocurriendo que, en cuanto se consigue entrar en estas partes (la de Fate, por ejemplo, es brutal), ya no se pueden soltar. Hay crónica negra y policial en la ya mencionada parte de las víctimas. La de Fate, en cambio, bien pareciera una película filmada por alguno de los directores que en ella se citan, como, por ejemplo, Robert Rodríguez.
Atalaya en el lugar conmemorativo de Buchemwald
Bundesarchiv, Bild 183-1983-0825-303
Jürgen Ludwig / CC-BY-SA 3.0
Beno von Archimboldi es el seudónimo de Hans Raiter.
Curiosamente, el escritor ficticio comparte nombre
con un médico y criminal de guerra alemán
que realizó experimentos con los prisioneros
del campo de concentración de Buchenwald
Sobre las apariencias, otro de los temas revelación de esta novela, hay un fragmento magnífico en la última de las partes:
«Se puso a pensar en las apariencias de las que hablaba Ansky en su cuaderno y se puso a pensar en sí mismo. Se sentía libre, como nunca antes lo había sido en su vida, y aunque mal alimentado y por ende débil, también se sentía con fuerzas para prolongar ese impulso de libertad, de soberanía, hasta donde fuera posible. La posibilidad, no obstante, de que todo aquello no fuera otra cosa que apariencia lo preocupaba. La apariencia era una fuerza de ocupación de la realidad, se dijo, incluso de la realidad más extrema y limítrofe. Vivía en las almas de la gente y también en sus gestos, en la voluntad y en el dolor, en la forma en que uno ordena los recuerdos y en la forma en que uno ordena las prioridades. La apariencia proliferaba en los salones de los industriales y en el hampa. Dictaba normas, se revolvía contra sus propias normas (en revueltas que podían ser sangrientas, pero que no por eso dejaban de ser aparentes), dictaba nuevas normas.El nacionalsocialismo era el reino absoluto de la apariencia. Amar, reflexionó, por regla general es otra apariencia. Mi amor por Lotte no es apariencia. Lotte es mi hermana y es pequeña y cree que soy un gigante. Pero el amor, el amor común y corriente, el amor de pareja, con desayunos y cenas, con celos y dinero y tristeza, es teatro, es decir es apariencia. La juventud es la apariencia de la fuerza, el amor es la apariencia de la paz.Ni juventud ni fuerza ni amor ni paz pueden serme otorgadas, se dijo con un suspiro, ni yo puedo aceptar un regalo semejante. Sólo el vagabundeo de Ansky no es apariencia, pensó, sólo los catorce años de Ansky no son apariencia. Ansky vivió toda su vida en una inmadurez rabiosa porque la revolución, la verdadera y única, también es inmadura».
«Las metáforas son nuestra manera de perdernos en las apariencias o de quedarnos inmóviles en el mar de las apariencias», se puede leer en la parte de Fate. Se está hablando en este caso de las estrellas y de cuando se recurre a ellas metafóricamente para hablar de estrellas de cine o del deporte. De hecho, y paradójicamente, también «las estrellas que uno ve de noche viven en el reino de la apariencia», pues no son sino luz que nos llega desde el pasado, luz, pues, de algo que ya no existe, al igual que, tal y como se metaforiza en la última de las partes, los libros escritos en el pasado cuyos autores tampoco existen ya.
Fotografía superior:
L'Ortelano, pintura de
Giuseppe Arcimboldo
(1527-1593)
Fotografía inferior:
la misma pintura girada 180º
Arcimboldo fue un pintor
ilusionista del manierismo
conocido por sus cabezas
compuestas de flores,
frutos y verduras.
El nombre de Beno
von Archimboldi bebe del
del artista italiano.
«No era extraño, si uno contemplaba desapasionadamente los grandes hechos de la historia (incluso los hechos en blanco de la historia, aunque esto último, por supuesto, nadie lo entendió), que un héroe se transformara en un monstruo o en un villano de la peor especie o que accediera, sin pretenderlo, a la invisibilidad, de la misma manera que un villano o un ser anodino o un mediocre de alma buena se convirtiera, con el paso de los siglos, en un faro de sabiduría, un faro magnético capaz de hechizar a millones de seres humanos, sin haber hecho nada que justificara tal adoración, vaya, sin siquiera haberlo pretendido o deseado (aunque todo hombre, incluso los rufianes de la peor especie, en algún segundo de su vida se sueña reinando sobre los hombres y sobre el tiempo)».
Sí, nuestra condición efímera y nuestra necesidad de trascender, como seguro adivinaréis, es otro de los temas principales de esta novela. La trascendencia, sin embargo, solo la consiguen alcanzar libros como 2666 y autores como Roberto Bolaño, es decir, un libro publicado por primera vez hace años y un escritor que ya no existe pero cuya luz aún nos llega y nos asombra. Tal vez, parte de esa trascendencia (más allá de todo lo inmensa e inabarcable que es esta novela) se deba al aurea de misterio no que rodea este libro sino que encierra el mismo. Es como si toda la novela soltara pistas para descifrar el gran secreto de la Tierra (de la condición humana, más bien) pero ese secreto no se llegase nunca a alcanzar. Hay cierta expectativa a lo largo de la lectura de que, en algún momento, todas las relaciones entre cada una de las cinco partes terminen por sellarse, pero no resulta así. Casi parece que faltara una sexta parte. Sin embargo, 2666, aun siendo una novela póstuma, no está por ello inconclusa. Es una novela imperfecta, como ya he señalado, y está bien que sea así, pues imperfecto es nuestro mundo y el mundo que se retrata en sus páginas. Respecto a su título, es otro misterio. Un personaje de Amuleto, otra novela del autor, hace ya referencia en ese libro a ese futuro y enigmático año 2666. Dicho personaje ya se esboza en Los detectives salvajes. Además, entre los apuntes de Bolaño relativos a 2666 hay uno en el que escribe que el narrador de la misma no es otro que Arturo Belano, personaje de Los detectives salvajes, amén de otros libros del autor (en 2666 no aparece), y alter ego de Bolaño. Todas estas curiosidades las cuenta Ignacio Echevarría en la nota a la primera edición de esta novela. Más que de una novela río, pues, casi podría hablarse de una obra río.
Si en algún lugar existe una sexta parte de 2666 es en la cabeza de sus lectores, pues esta novela es un caleidoscopio de «imágenes sin asidero, imágenes que contenían en sí toda la orfandad del mundo, fragmentos, fragmentos», imágenes permanentes en la retina jugando al movimiento aparente. Así, en mi cabeza resuenan susurros de cueva, ecos de desierto, pasos de gigante. Y, así, 2666 es para mí el testamento de Roberto Bolaño. Lo veo como me imagino el ejemplar de Testamento geométrico de Rafale Dieste que Amalfitano colgó del tendedero. Lo visualizo como la magnífica portada de Anagrama: solitario, en la más absoluta desprotección, a expensas de la intemperie y, como aquello que una vez sujetamos al alambre o a la cuerda con la pinza, relegado al olvido. Pero no nos engañemos, sigue ahí, donde lo hemos dejado. Lo vemos de reojo cuando pasamos cerca del tendal. En algún momento, no sabemos cuándo, cómo o por qué, su visión nos empieza a incomodar. Sin embargo, no nos atrevemos a descolgarlo. Lo dejamos ahí. A veces está en quietud. Otras veces el viento que pasa sus páginas parece susurrarnos: la locura, la locura, … Pero bien que nos han contado esas mismas páginas de la locura del hombre y del mundo y, por tanto, lo que ya no es juego de palabras ya no nos causa gracia.
Black vulture, Coragyps atratus. Fotografía de schizoform bajo licencia CC BY2.0
Los zopilotes me han acechado durante todo mi periplo por Santa Teresa.
Ficha del libro:Título: 2666Autor: Roberto BolañoEditorial: AnagramaAño de publicación: 2004Nº de páginas: 1128ISBN: 978-84-339-6867-8
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