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28. Los pelos

Publicado el 06 mayo 2021 por Cabronidas @CabronidasXXI

    De un tiempo a esta parte el gremio de esteticista, barberos y peluqueras ha adquirido una importancia sobredimensionada. Se les necesita más que nunca y me consta que no están trabajando en la clandestinidad. El otro día, la imagen que me devolvió el espejo no me hizo ni puta gracia y me pasé el «cortapelos» por la sesera. Es un coñazo estar en dura pugna con tus pelos porque crecen contigo hasta que la cascas, pero admitámoslo: somos los animalitos más feos del reino. Y no por el fondo, que también.

    Por ejemplo, yo permanezco inmóvil y los pelos crecen. Y también las uñas, la nariz, y las orejas. El crecimiento de las uñas lo tengo bajo control porque las veo, así que me las corto cuando empiezan a tornarse aguileñas. El de las orejas y la nariz es inevitable, lo que supongo que en un futuro cercano mutaré en algo que ni H. P. Lovecraft pudo concebir en su momento más inspirado. No tenemos una buena armonía con nuestros pelos; nos obcecamos en hacerlos desaparecer o reducir su número y longitud, pero son de naturaleza indómita y enraízan donde nunca tuve. Y donde tuve, también.

    Nacen condenados, hirsutos y arborescentes. En las cejas, con una curvatura dura como la alcayata. Largos y solitarios en el omóplato, como el salto del astronauta en la luna. Los de la sobaquera, largos y hacinados como la brocha para el afeitado. En las orejas, sedosos como los de un coño virginal. En la tocha bárbaros y enredados, emparentándose a veces con los del bigote. Espléndidos en los lunares y las pecas, como parientes pudientes. Alrededor de los pezones, como galaxias en expansión. Muy curiosos y peinados en los dedos de los pies. Tiernos y acogedores en el perímetro del ombligo, como el nido de un gorrión. Imprevisibles en el pubis y en el forro de los cojones como el dibujo del relámpago en la tormenta. Y por último los pelos íntimos de toda la vida, aquellos que incluso en los momentos más sucios e inconvenientes custodian todo lo que sale —y entra— por el tercer ojo: el sacro anillo crepuscular del esfínter.

    Qué feos que somos, hostia.



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