Ya estamos de vuelta de nuestra primera parte de las vacaciones. La parte agitada, de carretera sin manta. Ahora viene la del relajo y la holganza, aunque antes he de acometer un par de tareas que me tienen un tanto desnortado y con ganas de terminarlas.
Cuando nos hemos bajado del coche en Zaragoza, el cuentakilómetros, que habíamos puesto a cero en la salida, marcaba 2.903 kilómetros. Qué rabia no haber llegado a los 3.000 por 197.000 miserables metros. Estamos exhaustos y felices, después de una tournée automovilística que ha recalado en Montpellier, Sanremo, Florencia, La Spezia, Cinque Terre, Mónaco, Niza, Perpiñán y esta inmortal y aletargada ciudad, que nos ha parecido mucho más horizontal y despanzurrada que cuando la dejamos.
Al descargar la cámara me he dado cuenta de que apenas tenemos fotos de este viaje. Yo, que soy de gatillo fotográfico fácil, me he olvidado el equipo en el hotel muchísimos días, y he descubierto la maravillosa sensación de pasear con las manos en los bolsillos, sin la pulsión de inmortalizar cosas que no merecen más que ser fugaces. A este despiste no del todo intencionado se une que hemos viajado con Pablo. Y, cuando hay un bebé de por medio, todos los monumentos y las amenidades del camino quedan eclipsadas por tu babosidad paterna.
Así que tengo poco repertorio, y el poco que tengo está dominado por mi hijo.
Helo aquí, sentado en los escalones del pórtico de la catedral de Florencia, a punto de cantar una saeta a la cúpula de Brunelleschi:
O disfrutando de su síndrome de Stendhal particular en la atracción turística que más le emocionó de toda Florencia: un columpio de una plazuela en la orilla sur del río Arno:
O indignado por el cutrerío turistero de Pisa y maravillado a la vez ante su torre pendente, consultando con su madre si puede comprarse una camiseta que aprovecha el icono monumental italiano para hacer una sutil y refinadísima chanza sobre la disfunción eréctil:
O con su orgulloso padre, admirando el escarpado y acongojante panorama de las Cinque Terre:
O en este sugerente contraluz con su madre, que parece una Madonna del Quattrocento con una buena pátina negra encima:
Conclusión: en contra de una creencia muy extendida entre los propietarios de chalets pareados y entre los compradores de Ikea, se puede viajar con niños pequeños y disfrutar del viaje. Incluso se puede viajar con niños muy pequeños y disfrutar intensamente del viaje. Lo que no se puede es aspirar a tener fotos. Renuncien a los recuerdos. Acabo de descargar unas 400 fotos, y en casi todas ellas aparece mi hijo. Deprimente y psiquiátricamente diagnosticable.
A Pablo y a mí nos gustó mucho Italia. Muchísimo. Italia es un país muy baby friendly. Los bebés son recibidos con fiestas y risotadas en todas partes y no hay trattoria u osteria, por minúscula y apretada que sea, que no disponga de al menos una trona y de un camarero con refinadas dotes de puericultor. A mí me ha encantado por otras razones. Ya me gustaba de antes, claro, pero en este viaje he gozado tanto de sus carnes -apenas he probado la pasta-, de su vino y de sus fortísimos y deliciosos cafés, que he estado tentado de quedarme a vivir.
No queríamos volver a Francia. Francia nos parecía el infierno, el lugar donde todos los sueños son guillotinados, donde la cocina se hace haute cuisine, donde el aceite se vuelve mantequilla y donde la alegría expansiva de las nonnas se revira en la cara de vinagre de las viejas gaullistas.
Por eso, cuando dejamos atrás Ventimiglia, el último pueblo de la Riviera italiana antes de la frontera francesa, yo me enfurruñé y Pablo rompió a llorar. Un llanto bíblico que no cesó hasta que llegamos a Niza. Llorábamos por la Italia perdida.
Menos mal que el humor me reconcilió con Francia -que, a fin de cuentas, la tengo por mi segunda patria, por poderosas razones familiares y de filia-. El humor de la política francesa.
Vean ustedes qué gracia tiene la cosa.
El 7 de septiembre hubo unas grandes manifestaciones contra el plan de Sarkozy de retrasar la edad de jubilación a los 62 años, y la prensa progresista las interpretó en clave de reprobación nacional del presidente. Le Nouvel Observateur, el influyente semanario dirigido por su majestad republicana Jean Daniel, colocó un careto chungo de Sarkozy en blanco y negro en su portada con el titular: “¿Es este hombre peligroso?”.
Ante este intolerable ataque, el semanario Marianne salió en defensa de su líder con esta impagable portada, cuyo titular dice: “Señor presidente, es usted formidable”.
Es, obviamente, una coña. Una fina ironía francesa. Noten el tercer titular de los sumarios: “Il est si bien élevé”, una sutil alusión a la baja estatura de Sarko.
Qué humor, qué finura, a la altura del mejor Jueves. ¿Y lo de Le Nouvel Observateur, con esa portada que tira la piedra y esconde la mano? Veo que el periodismo está en Francia como en todas partes: para sopitas y una siesta. Demasiadas décadas de complacencia, de palmoteo lumbar y de comilonas con los ministros han anulado su capacidad de respuesta. Cuando los medios quieren recuperar cierta pose combativa, hacen el ridículo. Han perdido la costumbre: quieren declamar y sólo les sale un eructo. De hecho, la pieza fuerte del número de Le Nouvel Observateur es un tibio editorial de Jean Daniel que cuenta una comida que Sarkozy tuvo el 2 de septiembre en el Elíseo con algunos popes de la prensa francesa, en la que el director de Le Nouvel fue comensal de honor. Daniel, echando por tierra su contundente portada, compone un texto de equilibrista, que aspira a no ofender a su anfitrión pero también a dejar claro que él es insobornable. Un ni chicha ni limoná, un ni pa ti ni pa mí, un bueno sí pero no. Un rollo patatero, vaya. Francia parece que se pone en pie contra Sarkozy, pero en realidad sólo se ha estirado en el sofá para darse la vuelta y seguir roncando.
Si esta es la respuesta de la prensa, Sarkozy puede dormir a gusto con su Carla. De hecho, de la lectura somera de algunos periódicos se deduce que lo hace a pierna suelta. Y no me extraña.
Y todavía no me he puesto al día de lo que pasa en España. A ver qué se cuentan por aquí.