Revista Cultura y Ocio

301/365 Jerry Lee Lewis

Por Calvodemora
301/365 Jerry Lee Lewis

Había mamado gospel de niño en la iglesia pentecostal, pero el efluvio divino no evitó que el mismísimo diablo le hiciera desbocar su espíritu hacia ritmos más enloquecidos así que el muchacho desgarbado y tenso de ánimo que escuchaba las plegarias en la liturgia pensó en levantar su propia iglesia y la llenó de furia y de sudor, de fuego y de alegría . Con Elvis Presley, Chuck Berry, Little Richard y Carl Perkins, Jerry Lee Lewis fue el apóstol del nuevo credo. Se recitaba con los pies y hasta requería en ocasiones algún exorcismo para que el mal se retirara del cuerpo recién invadido y la armonía celestial recupera su cetro en el alma. Era el cuerpo el instrumento de esa fe novicia. Cuando sus padres empezaron a sospechar que el joven Jerry podía estar en serio peligro de descarriarse, le animaron a que acompañara al reverendo al piano. El muchacho aceptó con alguna reticencia, pero no pudo evitar que en mitad de la celebración se despeñara su limpia ejecución bíblica y las teclas restituyeran el sonido del infierno cuando abre sus puertas. Fue expulsado de la congregación y considerado poseído por el azufre del averno. Ese pecador todavía inocente debió sentir gratitud por la revelación y amonestación pública. Sus plegarias, las más íntimas, habían sido favorablemente atendidas. Ahí nació su genio. Ahí está el bautismo de un chico de pueblo que anhela, más que ninguna otra cosa en este o en otro mundo, alternar en tugurios de mala muerte, celebrar el fuego que lo abrasaba por dentro de la única forma que sabía. Ese sonido genuino (nuevo y vigoroso) exigía una adhesión férrea y la encontró en la juventud de un país que acababa de salir de una guerra y, sin saberlo, se encaminaba a otra. Al genio le sobraba carácter y no se arredraba en mostrar ese lado indisciplinado. La feligresía adoraba a sus jóvenes próceres. Había nacido el rock and roll. Probablemente ni él mismo tuvo noticia de esa natividad. Fichó por Sun Records, la meca del nuevo género y grabó en ese crucial 1956 una sesión antológica con Presley y Cash, la panda del cuarto de millón de dólares.. Invitado a tocar en el Brooklyn Paramount Theatre hizo lo que se esperaba, pero introdujo una variante pirómana: cuando se le dijo que el cierre de la noche se encomendaba a Chuck Berry cogió una botella de Coca-Cola rellena de gasolina y cerró su éxito Great balls of fire prendiendo el piano. Supera esto, negro, le soltó a Berry, añade la maledicencia popular, que se pirra por estos episodios de cruda rivalidad de corral. 

Si te apodan The Killer es normal que algún día te hagan dos fotografías con un número al pecho: una de perfil y otra de cara. Jerry Lee Lewis ya talludito, desafiante, sintiéndose rey de un reino que la ley no controlaba, estuvo entre rejas. Había delinquido en algo notorio: empotró su Lincoln Continental del 76 en la verja de Graceland, la imponente residencia del rey Presley. “El puto Elvis viviendo en esa maldita mansión como si fuera Dios cuando no es más que un viejo drogadicto gordinflón que lleva el pelo como una mujer”. Llevaba una Derringer del 38 en el bolsillo y una trompa épica. 

 Este arresto fue posterior a su visita al Londres puritano de los sesenta de la mano de Myrna, su flamante esposa de trece años, hija de una primo suyo.  Ese escándalo cerró su meteórico ascenso al Olimpo de las estrellas del rock. Jerry siempre flirteó con el exceso, pero esa veleidad lo sepultó en el ostracismo. Malvivió con éxitos pequeños y no arrastró a sus fieles a sus conciertos. La contribución a la historia del rock, la del killer, la del salvaje aporreando el piano, bebiendo a morro entre número y número, concediendo a sus biógrafos material exclusivo para escribir páginas memorables de sexo, drogas y rock and roll, no puede escribirse sin arrimar la cuota de tragedia (un hijo muerto, divorcios, penurias financieras) y de leyenda . El pueblo americano lo jaleó y lo olvidó, lo encumbró y lo derribó, pero fue grande y sus pelotas eran de fuego. El mismo fuego que aplicaba a los pianos después de sudar sobre ellos un par de enfebrecidas horas de rock. Esta tarde ha muerto el rey del rock and roll, el loco flamígero, el tipo que escribió algunas de las páginas más memorables de un género inmortal. 


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