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Pongámosle un año: cualquier de finales de los ochenta o principios de los noventa. Habiéndose iniciado el verano en el hemisferio sur, recuerdo la mañana soleada, despertándome alrededor de las nueve o diez, tomando un desayuno algo frugal, sin mucha pompa, como cualquier día. Pero lo interesante del día recién estaba por empezar.
Acompañaba a mi madre al supermercado, a comprar todo lo necesario para la cena de Año Nuevo. El pavo ya se estaba macerando desde la noche anterior, pero faltaba el relleno: la carne molida, las pecanas, la salsa Jorvic, las pasas -que tenían poco éxito pero que siempre estaban ahí-, las manzanas para hacer puré, y por supuesto la botella de champán y las uvas para el brindis. Regresábamos caminando a casa con cuatro bolsas, una por cada mano, haciendo paraditas de rato en rato para descansar por el peso de la compra.
Cerca del mediodía el ritual era otro: poner la radio para escuchar las mejores canciones del año. Noventa y nueva canciones que eran presentadas en un programa maratónico que se alargaba hasta cerca de las nueve de la noche. Con papel y lápiz íbamos anotando con mi hermano los títulos y los artistas. "¿Qué banda dijo?", "¿y eso cómo se escribe?". Daba igual, se anotaba como fuera y luego ya intentaríamos descifrarlo en los días siguientes, antes de ir con nuestra lista de favoritas a Galería Brasil para que nos graben uno, dos, tres casetes de 90 minutos, los que hicieran falta. Ni siquiera la hora del almuerzo, que también era algo así como para salir del paso -lo importante era la cena-, nos detenía de nuestra cruzada.
A partir de las tres y media de la tarde se empezaban a escuchar los balonazos en el mítico Maracaná de Real Maranga, el campo que se había marcado en la pista que teníamos frente a casa. Tres cuadrados por seis -que ese día se ampliaba hasta ocho-, con un par de ladrillos que hacían de arco a cada extremo de la cancha. Poco a poco iban llegando al recinto tres generaciones del barrio: estaba el Canito, el Cabezón, el Crunchi, el Pepe, el Roy, el Puntas, la generación mayor en pleno. Luego estaba la mía, con el Mono, la Tía, el Puntitas -hermano del Puntas, el Miky, el Mirko. Y aparecía también la nueva generación, la que formaba mi hermano, los cebollas, Waco, el Wichi, Treme, los Baiocchi. Incluso aparecían por ahí la prehistoria del barrio con el Yuca, el Monets entre otros. Llegábamos a jugar once contra once, con cambios incluidos. Partidos interminables que terminaban trece a once -porque siempre había que ganar por dos-, que finalizaban después del atardecer.
Luego nos íbamos a nuestras casas, a ducharnos y a ponernos nuestra ropa de gala para recibir el nuevo año: nuestros polos Ocean Pacific, nuestros jeans Levis, nuestras zapatillas Nike o Puma. Antes de la nueve teníamos que estar listos para ir al estacionamiento del supermercado Scala, donde se ponían los vendedores de fuegos artificiales, rematando las últimas existencias. Las Ratablancas, las sartas de cuetecillos, los silbadores, los arrancadores que explotaban en el cielo mostrando los fuegos artificiales más alucinantes. El muñeco armado con ropa vieja, madera y papel periódico salía al balcón de casa y en su silla disfrutaba de sus últimas horas antes de que fuera calcinado al llegar la medianoche.
La cena estaba prácticamente lista pero no se podía comer nada hasta las doce. Hacíamos alguna trampa robando alguna bolita de causa o algún sanguchito para engañar al estómago. La televisión ponía programas especiales, los artistas de Risas y Salsa despedían el año con sus divertidos sketch y los noticiarios hacían el resumen anual de los acontecimientos más importantes de los últimos 365 días. Había impaciencia y emoción en esos momentos previos a la llegada del nuevo año.
Llegaba la cuenta atrás para el próximo año. Diez, nueve, ocho. El muñeco ya estaba en la calle rociado con kerosene para que la quemada sea buena desde el inicio. Siete, seis, cinco. Las copas de champán se llenaban y las uvas ya estaban debidamente contadas para cada comensal. Cuatro, tres, dos, uno. En la televisión, o en la radio, gritaban ¡Feliz Año! y todos nos enfundábamos en un gran abrazo y muchos besos. Las copas chocaban, las uvas se atragantaban y luego de ello salíamos corriendo a ver los fuegos artificiales, a oler el aroma de la pólvora quemada, a observar como el muñeco se iba reduciendo a ceniza. Algunos vecinos daban la vuelta a la manzana con maletas, con la ilusión de viajar a cualquier parte del mundo en el nuevo año. Mi madre sacaba su chicote de ruda y le daba a todos mientras les deseaba buena suerte. Y no chicoteaba solo a la familia, sino que muchos venían a buscarla, a tocarle a puerta de casa: "¡Señora Toña, señora Toña, la ruda, el chicote!".
Volvíamos a casa a cenar, por fin. La mesa estaba engalanaba para la ocasión, enorme, llena de comida deliciosa, con el pavo más rico de todo el planeta coronándola en el centro. Mucha algarabía, mucha alegría, mucha bebida y mucho de todo. Era el gran momento familiar del año y lo disfrutábamos en mayúsculas. Pero la noche era larga, así que a partir de las dos de la madrugada nos despedíamos de la familia para buscar a nuestros amigos para seguir con el festejo. Poco a poco, otra vez, se iban acercando al bordecito de la fachada de la casa, que hacía de asiento multitudinario para el punto de encuentro. La radiocasete JVC se conectaba a un alargador de corriente para hacer sonar a El Gran Combo, Hector Lavoé, a Ruben Blades. Salían las cervezas congeladas desde la mañana, los rones, el Cabito, el Santa Techi, el Pampero. Las anécdotas iban y venían, había concurso de chistes, había el momento de joda entre nosotros. Las horas pasaban pero nadie se percataba de ello. La madrugaba avanzaba pero todos vivían la noche como se recién se iniciara.
Algunos seguirían con el festejo hasta el mediodía siguiente, para comer el primer cebichito del año, con los primeros pescados frescos que habían faenado los pescadores mientras nosotros cantábamos "Y puedo vivir del amor" o "La fiesta de Pilito". Pero yo no llegaba a tanto. Cuando "el fluorescente se encendía", a eso de las seis o siete de la mañana, me retiraba a mi habitación en silencio, con las pocas fuerzas y luces que me quedaba, a dormir, de día, una de las que siempre se convertían en las mejores noches de mi vida.