Revista Cultura y Ocio

317/365 John Wayne

Por Calvodemora
317/365 John Wayne
 Todas las películas del Oeste son deliberadamente la misma película. La convención de guionistas de películas del Oeste, reunida en el desierto de Almería a comienzos del siglo XXI, se aburre mortalmente. Está todo escrito, señores. No hay nada nuevo bajo el sol. Lo meritorio fue el primer y luminoso congreso. Lo celebraron en Dodge City en una noche estrellada en la que corrió el bourbon y el póker se llevó a la tumba a un par de rufianes. Polvo. Armónicas junto a la hoguera a mitad de la noche. Café hirviendo. Botellas de whisky. Cartas sobre la mesa. Los indios. La fulana del jefe. Los duelos. El tren hocicando su vértigo en el horizonte vírgen y perfecto. El borracho. El traidor. El sheriff. El cacique. El vaquero. La hija del ranchero. Winchesters. Cabelleras arrancadas de cuajo. La estrella en la solapa. Justicieros. Balas perdidas. El saloon. El piano aporreado. El cactus. La puerta doble que se abre. Las vacas. La cárcel. La Biblia. El Fuerte. El Colt. El séptimo de Caballería. Las caravanas. La tierra fértil. La promesa de un mundo nuevo. Los tiroteos. Las recompensas. Sillas de montar. Caballos que abrevan. El honor. La venganza. Los burdeles. Reses. Tumbas en el desierto. Bailes de gala. Espadas en el cinturón. Botas altas. Raíces profundas. Toro Sentado. Sólo ante el peligro. Río Rojo. Centauros del desierto. México. Rostros pálidos. Ox-Bow. El imperio de la ley. Yo que tú no lo haría, forastero. Linchamientos. El árbol del ahorcado. Encrucijadas de odio. Pasión de los fuertes. Doc Holliday. Liberty Valance. El porche y un hombre sentado sobre las dos patas de una silla y las botas apoyadas en el poste donde amarrar caballos. El bueno, el feo y el malo. Bailando con lobos. William Manny. Pat Garrett y Billy the Kid. Dos hombres y un destino. El hombre de Laramie. Hasta que llegó su hora. Grupo salvaje. La diligencia. Johnny Guitar. Ah, y se me olvidaba John Wayne. Él es el cine en sí mismo. Que defendiera el supremacismo blanco, sintiera ira ante cualquier manifestación del rojerío creciente o que admirara el imperio del rifle no le resta valía para quien ve cine y lo ama casi por encima de cualquier otra manifestación sensible. 

Es posible que con los años la apatía me robe el entusiasmo y de pronto una mañana me levante escasamente dispuesto a perder (es un decir) dos horas viendo de nuevo El hombre tranquilo de John Ford. Hace poco hice justo lo contrario: me desperté ufano de mis pies en el suelo, cómplice de dos gatos que suelen fatigar unos tejados cerca de la ventana de mi dormitorio, mirando la luz del sol como si fuese la luz del sol. Me ocupé en no perder demasiado tiempo en prepararme un café y dispuse de dos horas para viajar a Irlanda y apreciar por cuarta vez o tal vez quinta, perdí la cuenta, esa obra maestra del genio del ojo tapado. Nunca ha estado John Wayne tan imponente y eso que John Wayne ha estado imponente en muchas ocasiones. Incluso aceptando que me sabía hasta algunos diálogos de memoria, pensé que todo era asombrosamente nuevo. Los campos verdes, las tabernas, los hombres viriles que dirimen sus diferencias con los puños. Y Maureen O'Hara tozuda como una mula. Cuando la película acabó, regresé a la realidad. Todavía era temprano y confieso que me aterró pensar que el día, por sublime que fuese, no alcanzaría el grado de satisfacción y de felicidad absoluta que me había entregado la pantalla en el salón de mi casa, solo, apartado del tráfago infame de los días y de la rutina pavorosa de esas cosas que repetimos como autómatas y que emulan ( vagamente ) un cierto estado de embriaguez mental que, en ocasiones, confundimos con algo parecido a la felicidad. Sé que siempre he sido un poquito raro y hay días en que esa certeza es más manifiestamente apreciable. John Ford conduce mi desánimo al júbilo. Wayne es un mito absoluto. Se llamaba Marion Robert Morrison, nombre con poco tirón cinematográfico. Nadie ha andado como él en una película. Fue bebedor y fumador empedernido y tuvo esposas de ascendencia latina. Su fascismo no empobrece su legado. No podría. Tampoco que hiciera invariablemente de sí mismo y cancelara cualquier registro actoral que no sintiera. Se le perdona que se metiera en lides de director en el bodrio Boinas Verdes, vindicando la injerencia bélica de su país en Vietnam o que haya dado finiquito a extensas poblaciones autóctonas del salvaje Oeste. Todo sería materia de ficción y disfrute de espectador. En la inconmensurable Centauros del desierto del inconmensurable Ford él es la quintaesencia del cine. 


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