Revista Cultura y Ocio

326/365 Pablo Milanés

Por Calvodemora
326/365 Pablo Milanés

Hoy me despiertan con la noticia de que ha muerto Pablo Milanés. Un obituario de urgencia se escribe sin pensar en la escritura. Brota desde las tripas o desde el corazón, no se sabe bien a qué órgano atribuir el caudal de la emoción que sostiene la palabra y la vierte para que conste y sirva como tributo. Es de agradecer lo que el muerto hizo por los vivos. Da lo mismo que no se le conozca, ni se haya estrechado su mano o dado un abrazo. Hay muertos de una cercanía a la que no alcanzan muchos vivos con los que departimos a diario y nos los cruzamos por la calle o compartimos con ellos el trabajo o las escaleras del bloque en el que se vive. Gente que se adentra sonriendo, como si fuese la primavera. Gente que huele a flores todo el tiempo. Gente que brinda una rosa. Gente que no pide que le bajemos una estrella azul y se conforma con que le llenemos el espacio con la luz que irradiemos. Todos tenemos una luz que guía el camino de alguien. No estarán los amigos de ayer cuando acuda el vago futuro, la primera novia, el carro de jugar y la calle de correr, cantó el trovador Milanés, que hoy se ha ido. La vida sí que vale, aunque a él le doliera a veces y le diera la importancia justa en ocasiones. Si se quedaba sentado, sin actuar, la vida era un sufrimiento, un vacío, una cosa menudita sin apresto de alegría ni de amor. Y claro, el tiempo pasa. Nos fuimos quedando viejos. A Pablo le queremos porque le queremos, como cantaba en una de sus canciones que más quiero. Hay gente maravillosamente sensible y buena que, mientras agonizan, enseñan a vivir a los que asisten a ese desvanecerse lento y doloroso. Dan una lección de amor, se desvanecen con la suprema certeza de que el mundo seguirá girando a pesar de su ausencia, comprenden que han agotado sus días en la tierra y parten en armonía, si es que  podemos saber todas esas confidencias del alma los que quedamos en la travesía de la vida. Es un oficio hermoso saber irse, no molestar cuando toca desaparecer. No se nos educa en esa disciplina, no habrá pedagogía que instruya. Luego están los que dan esa vida para que otros no pierdan la suya. Quienes se embravecen y avanzan, a ciegas a veces, exponiéndose, ignorando adrede (con heroísmo) que el mal no tiene piedad y arrambla con saña. Son ellos, a pie de cama de hospital, los héroes de nuestro tiempo, no hay gratitud suficiente cuando alguien antepone tu bien al suyo. La única expresión que podemos formular es la de la gratitud, sincera e infinita gratitud por darse y, en ese acto, entrar en riesgo, saber que pueden caer.  Son los demás los que harán que abran las calles nuevamente, como cantaba Pablo Milanés, hoy ido para siempre de la tierra y confiado al recuerdo de quienes lo escuchamos y sentimos que cantaba para nosotros. En una hermosa plaza (no liberada, como la cantada por el trovador, pero sí festiva y abierta al trajín de la gente) lloraremos por los ausentes, los tendremos en el recuerdo.  Porque volveremos a pisar las calles nuevamente y entonces ya habrá tiempo de levantar otra vez las persianas echadas. Será el amor de sus canciones el que ocupe el aire al clarear el día. Hoy escucho a Pablo Milanés mientras escribo, hoy saldré alegre a la calle, a pesar de todo. Él seguirá Juan Sin Nada cantando no en inglés ni en señor a la puerta de un dancing o de un bar para que resplandezca su revolución, su poesía, su voz como un don en mitad de la bruma. Le tendemos la mano al pasar. El tiempo, el implacable, se lo ha llevado. Nunca lo hará del todo. 


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