El bosque es una invitación a perderse
en su descuido de árboles y de bruma.
Para que sea un laberinto,
el bosque debe ser simultáneo e invisible.
No podemos tener constancia de que las ramas y la fronda
proyectan sombras y que la luz se enreda
en esa heredad tupida para que el cielo exista.
Del bosque se tiene la armonía de su vasto caudal de siglos.
Mirado sin asombro, no es una catedral, ni pareciera que surgen
altares a cada recodo del camino,
entre el verdor de la tierra y el musgo trepando las rocas.
Si se le observa con paciencia, puedes percibir el olor de la piedra,
un rumor que aspira a ser cántico
en el improvisado crujir de un endeble arrojo de alas en un risco.
Es descender al cuerpo y tocar el alma,
advertir su condición de quebrado prodigio
o de sola lumbre en un afán de sombras.
El alma reclama su candor y su pureza,
su fiebre sin cuerpo, su gozo sin sangre.
Un resplandor hecho raíz, una fe
en la apostura del tallo cuando se atreve a izarse
y tantear la luz que lo impregna.
Un acto de amor puro que de repente
se reconoce palabra y pronuncia
su inabarcable sustancia de infinito.
“Pájaro de alas rotas, mi hijo”, temblor, vértigo
en la nada como un susurro en el caos.