Revista Cultura y Ocio

337/365 Gentle Giant

Por Calvodemora
337/365 Gentle Giant

Para César Rodríguez de Sepúlveda, para Alfredo J. Ramos, cómplices. 

El rock progresivo

Eran gente sobradamente preparada, pero se decantaron por empeñar su talento en aventuras de escaso fuste popular. Los más atrevidos mezclaron folk, psicodelia, música medieval, rock, jazz, clásica, blues y acuñaron un término que ganó adeptos y hasta creyentes, como si fuese una especie de religión y esos discos contribuyesen a la idea de que había un catecismo, un libro de milagros, una divinidad que custodiara las palabras y un templo en el que ofrecer su crédula gratitud y esperar la unción de los dones y la efusión del espíritu. Eran gente con creencias firmes en la sonoridad de las palabras, en la delicadeza del cosmos, en la bondad del hombre, en las metáforas como herramienta para entender el mundo. La mitología, la utopía, la fantasía, la psicodelia, hasta la ciencia-ficción, irrumpieron en el muestrario de motivos de esa nueva lírica. Había nacido el rock progresivo. No siempre convienen las etiquetas. A veces se adscriben a un interés comercial; otras tan sólo facilitan al neófito un mapa por donde moverse, lo cual tampoco es malo en sí mismo. De cualquier manera, el rock progresivo hizo que el rock adquiera una relevancia de la que carecía, una especie de atributo aristocrático (culto, elitista, falsamente popular y extraordinariamente creativo) que congregó a los músicos más dotados y, con frecuencia, a los más intrépidos. Sus piezas eran largas incursiones en territorios inéditos, pautadas con letras alejadas de la simplicidad, volcadas en un deseo de regreso a un tiempo acabado del que se tenía una añoranza un punto fingida, más literaria o pictórica que otra cosa, recreada con misticismo y absoluto alarde melódico. Bandas como The Moody Blues, tal vez los primeros, aunque luego (como tantas) se afiliaran a un rock más estándar, King Crimson, Yes, Focus (con el extraordinario ThijsVan Leer), Magma, Iron Butterfly, Gong, Caravan, Jethro Tull, Genesis, Camel, Emerson, Lake and Palmer, los primeros Pink Floyd, Caravan o Wishbone Ash facturaron discos fastuosos, experimentaron con todas las licencias que se arrogaron, cumplieron con disciplina un mandato mayúsculo, el de componer una especie de banda sonora de alcances inéditos, arrebolado de un romanticismo experimental (permítaseme la avenencia de esas dos palabras) y, sobre todo, la idea de un todo conceptual, convenido para que engarce a otras piezas de modo que el conjunto dé la impresión de unidad. Frente al punk imperante en esos tumultuosos finales de los sesenta y primeros setenta, el rock progresivo impuso un mensaje de magisterio, un discurso espiritual, sin la acritud de la rebeldía, concluyente, cerrado, exigente. El punk es áspero, no tiene sutilidad, no la precisa, ni se acerca a otro discurso que no sea el de la confrontación. Los Sex Pistols son adrenalina, caos, vértigo, mugre, sangre y desorden. King Crimson es dulzura (con su reverso tenebroso dentro, esquizoide y febril), ambigüedad, desprecio del ritmo, intimidad, inteligencia. Los veintitrés minutos de Supper's ready (la pieza monumental del Foxtrot de Genesis en 1972) representa una cima en el género: se alambican las melodías, se desdicen a poco que se han formulado, importa la teatralidad de la voz principal y el cuidado en los coros, se prestigia el virtuosismo de sus instrumentistas, se reivindica la música por encima de cualquier otra consideración meramente fonográfica. Era la defunción del género en auge, el pop, y era el bautismo de una revolución que acabó devorándose a sí misma, como suele suceder, presa de sus contradicciones y, es la opinión de este humilde escribidor de sus vicios, obligada por los requerimientos que exigía a sus eventuales oyentes, a esa hornada de consumidores de música que prefería la sencillez de lo plano (vigoroso y grácil, no se me entienda mal) a la barroca suntuosidad de lo complejo. Algo parecido sucede con el jazz o con la música clásica: precisan una concentración, solicitan un adepto trabajado en el oficio, que se crezca en la adversidad (escuchen A love supreme de John Coltrane o las sinfonías de Mahler) y encuentre en esa maraña de obstáculos (aparentes ellos) un lugar en el que cobijarse, al que confiar el placer absoluto de sentirse confortado (consolado, reparado, ungido) por la música. Los músicos habían escuchado música, lo contrario es a menudo lo habitual, más en estos tiempos. Yes usaba la Consagración de la Primavera de Stravinsky para abrir sus legendarios conciertos. El sonido beatle de la ELO metió la orquestación elegante en sus piezas. 

La esencia del rock progresivo es la independencia de lo contemporáneo. Se vale del pasado, aunque maneje la tecnología del presente, y se dirige (no fue al final así) hacia el futuro. Paradójicamente, la vanguardia era vintage. Como los grandes poetas malditos, los músicos se abrazaron al mercado lisérgico para extraer aquello sagrado que guardaran y a lo que no tenían acceso. La psicodelia fue un periodo extraordinariamente creativo. No era afín al refinamiento de la música culta que se pretendía hacer, pero inducía al creador a dejarse ir, a esa desobediencia de la que provienen los mayores logros del espíritu. Por añadidura, el rock progresivo desplazó al formato de disco sencillo en cierto perfil del comprador de música: prevalecía la majestuosidad del conjunto sobre la brillantez de una pieza desgajada de él. El rock progresivo tuvo himnos antológicos, canciones que ocuparían la memoria sentimental de un público diverso, no sólo el ya iniciado, el que adquiría un álbum y lo exprimía desde que dejaba caer la aguja en el primer surco de la cara A y procedía con ritual de creyente a repetir la liturgia con la cara B hasta que el brazo se levantaba y caía con suavidad en su alojamiento. El nuevo género abría un espacio nuevo en la industria del disco. A él se acercaron grupos y solistas que, a voluntad propia o ajena, le benefició el marchamo de moda: no todo el rock progresivo lo era con propiedad. El Londres beat no podía alojarse en ese nuevo territorio, ni el rock duro de grandes bandas como Led Zeppelin. Excluyo a Mike Oldfield o a The Alan Parsons Project: coquetean con el patrón de lo progresivo, pero pasean otros rumbos, no fijan un modelo. Es una empresa baldía, en ocasiones, dar un límite a un concepto, acotar su sentido, trazarle una periferia. El verdadero propósito de esa música recién ofrecida era tan vasto que cualquier intento de condenarlo a un recinto estaba de más. Las ramificaciones del rock progresivo, sin embargo, tenía algo en común: partían de un mismo hecho, conferían a sus trabajos un idéntico sello: el de la investigación, el de la sofisticación, el del eclecticismo, el de la vanguardia, el de la literatura, el del esmero en el acabado, en su restitución física y tangible. Y todo envuelto en un aire de contracultura militante, de rebeldía pacífica, de armonía con la naturaleza y con el hombre como centro de toda experiencia sensible. Eran el puente entre la sucia invitación del punk y la consolidación del rock orientado a adultos o incluso el pop más desenfadado y lucrativo. 

Octopus / Gentle Giant

El atento lector habrá observado que he omitido a una banda fundamental: Gentle Giant. Se codearon con los más grandes y alcanzaron (musicalmente hablando) la excelencia en el periodo que ocupó los gloriosos setenta. Los hermanos Shulman (Phil, Derek y Ray), Gary Green a la guitarra, el teclista Kerry Minnear y John Weathers (antes Malcolm Mortimore) en la batería constituyeron una de las bandas más creativas que ha existido, sin afincarla en género alguno, concebida para halagar al oyente inquieto, exigente, apasionado. Sus ricas armonías vocales, la inclusión de pasajes medievales (marca de la factoría progresiva) o románticos o la complejidad formal de sus propuestas los convirtieron en un grupo de culto. El modo en que los descubrí a Gentle Giant tiene algo mágico, tal vez no debió ser de otra manera. El enojado pulpo rojo coronando un mar encrespado de la portada de Octopus ocupó toda mi atención, que entonces era mucha y se aplicaba con adolescente fervor. Podría ser a principios de los ochenta y yo era un modesto comprador de discos. Mi precaria situación económica los elegía con infinito cuidado. Recuerdo el temblor en mi cuerpo cuando entraba en una de mis dos tiendas favoritas de discos con la certeza de que saldría con un disco bajo el brazo. Solía volver a casa andando, evitaba que el trayecto de vuelta fuese rápido por lo que evitaba coger el autobús. Ese paseo era el preámbulo delicioso a sacarlo de su funda y depositarlo con extraordinario mimo en el plato de mi (entonces) también modesto equipo de alta fidelidad, creo que se le podía llamar así. Octopus no formaba parte de mis elecciones previas: solía encaminarme a la tienda con una idea fija, aunque el mayor de los placeres consistía en cambiar de opinión y adquirir algo que no esperaba. Creo que todavía me sigue ocurriendo cuando voy a una librería o a una tienda de discos, que son mis establecimientos favoritos. El amable dependiente del establecimiento (Fuentes Guerra, calle Cruz Conde, Córdoba: mítico local entre todos los míticos locales que yo haya pisado jamás) hablaba con alguien sobre el mejor grupo de rock sinfónico (se decía así entonces) que había escuchado. Yo estaba al tanto de muchos de las bandas a las que se referían, pero no de Gentle Giant. Cuando colocó en el giradiscos (me encanta esa palabra) la pieza que abría un disco con una portada hipnótica (Octopus) quedé en trance, que es el estado primordial de cualquiera que escuche música para que la música signifique algo, proporcione algo, mueva dentro algo, aunque no se sepa bien qué significado será o qué cosa nuestra habrá sido conmovida, rozada por ese halo invisible de la inspiración. Sonó "The advent of Panurge" (El advenimiento de Panurge), con sus connotaciones librescas, de Rabelais y del folclor ancestral de la Europa perdida, disonante y armoniosa al tiempo. No había escuchado nada igual. Provenía de otro mundo. No se parecía a ninguna canción de la que yo tuviera cercana propiedad. Pudoroso, no compré el disco en ese instante. Querría recordar cuál, pero no me llega la memoria. De lo que no me olvido es que el disco (más que el disco, la canción y la portada) me soliviantó lo suficiente para que llegase a casa poco tiempo después. Todo lo que ha hecho ese disco por mí es sencillamente inefable. Creo haber concebido incluso la peregrina idea de que debía aplazar su escucha (obsesiva, un tiempo) para que no se deteriorara en mi cabeza y sucumbiera al cansancio o a la repetición. No sucedió tal cosa. Sucede con ciertos discos (como con ciertas películas, como con ciertos libros) que no se agotan: ofrecen siempre una novedad que no se había percibido, dan de sí con abrumadora eficacia, se extienden, se tiene de ellos la sensación de que no habría manera de que algo que le agregáramos pudiera mejorarlos. 

Octopus juega con las palabras, ya antes de que la música lo ocupe todo. Octo Opus: ocho piezas. Es el pulpo metafísico, la bestia indescifrable que pugna con los elementos. Una opulencia delicada, valga el leve oxímoron, hace que el deslumbrante y exquisito repertorio de Octopus sobreviva al tiempo, que suele comparecer como juez estricto. Polifonías, arabescos de una dulzura que extasía (déjenme explayarme en excesos verbales) y un sentido de la melodía del que a veces mucho del rock progresivo de entonces adolecía. Gentle Giant fueron difuminándose poco a poco. No hay discos suyos tras el antológico Free Hand (1975) que merezcan halagos. Qué nos importa el infinito futuro si tenemos el infinito pasado. La contribución de la banda a la historia del rock (el rock con mayúsculas, sin etiquetas, sin parcelaciones a beneficio de discográficas o de modas) es incuestionable. Ayer volví a escuchar Octopus con la misma perturbación con la que lo hice entonces. Se mantiene en forma, no ha perdido un ápice de elocuencia dramática, de pujanza melódica. Distópicamente, en algún universo paralelo del que nada se sepa de ese disco ni de la banda que lo parió, imagino que no pasaría la criba de estos tiempos convulsos, adobados (maléficamente) con estrago o con desencanto. Gentle Giant pasarían desapercibidos, los engulliría la indiferencia. Soy consecuente y admito que cada tiempo tiene sus héroes y sus villanos, sus filias y sus fobias, su abono dúctil y su veneno fiero. Lo que no sufre desvarío ni degradación es mi rendida gratitud a unos iluminados que compaginaban con maestría el virtuosismo (a veces hueco, pero no es este el caso) y la emoción. Think of me with kindness (Piensa en mí con benevolencia), cantada por Kerry Minnear, nostálgica y de una emotividad incontenible, es una de las melodías más hermosas que este escuchante agradecido ha guardado en su memoria, que no decae en lo que le importa, a la que no ha agredido ninguna inconveniencia y de la que se surte para ir avanzando (en modo progresivo, tiro de chiste fácil) y saber que se puede volver al lugar de donde empezó todo: una tienda de discos, un dependiente sensible, una portada maravillosa, una canción que no parecía de este mundo (The advent of Purnage), una preciosidad en la que el contrapunto de cuerdas y voces hacía pensar que la belleza podía irrumpir en la rutina y hacer que todo tuviese un firme sentido. 


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