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37. El tatuaje

Publicado el 07 junio 2021 por Cabronidas @CabronidasXXI

    Hubo un verano en el que estaba apalancado en la terraza de un bar, engrosando a base de birra el billetaje de la caja registradora. Tras mis lupas de sol desnudaba a toda mujer que pasaba por allí sin hacer discriminación de edad y estampa, lucubrando indecencias carnales que harían palidecer al marqués de Sade.

    Un tipo grande y descamisado salió del bar y se montó, de espaldas a mí, en una moto de esas con las que puedes devorar kilómetros interminables de alquitrán mientras te recreas en el paisaje como si estuvieras asomado al balcón. Echó mano a sus bolsillos y sacó todo lo necesario para liarse un porro, con lo cual pude recrearme en los dos tatuajes que tenía en la espalda.

    En el omóplato izquierdo llevaba dibujada, con rigurosa profusión de coloridos detalles, la vagina de una cerda vietnamita. Debido a las detonaciones de bombas atómicas, que como muestras de poder se realizaron en secreto durante toda la mitad del siglo pasado, las vaginas transmutaron hasta convertirse en delicadas orquídeas. Algunos oligofrénicos las disecan y las colocan en cualquier parte de sus casas a modo de adorno y otros, las exhiben con orgullo y autocomplacencia en la solapa como un broche de distinción. El caso es que aquella muestra de arte epidérmico poseía un no sé qué adictivo.

    Por el contrario, en el omóplato derecho, el tatuaje representaba la imagen infame del santo Cristo del Recto Goloso. Un santo cristo que en lugar de estar ante los ignorantes feligreses, estaba frente a la cruz con el culo en pompa. Por un lado, tenía la cabeza girada y miraba con un brillo de malévola lascivia. Por otro, alzaba el antebrazo mostrando el dedo medio. En lugar de una corona de espinas, portaba un casco idéntico a los que lucían con prepotencia las uniformadas tropas de las SS.

    Al contrario del otro tatuaje, este presentaba diversas irregularidades e imprecisiones. Según me contó el dueño del bar, a la par que la tarde languidecía, el dibujo se lo tatuó el furriel de la 5.ª de artillería de los regulares de Zaragoza, también llamada La Impertérrita o La impávida, durante una dura y frenética sesión de enculamiento de novatos, y como es lógico, el tatuaje salió algo movido.



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