Allí en el pueblo, durante las noches calurosas, mis abuelos, abuelas y coetáneos se sentaban en sus sillas formando un círculo enfrente del portal que fuera, y sin apenas esfuerzo, hacían gala de su capacidad de memoria por puro entretenimiento.
Tanto de niño como de adulto, presenciar aquella red social —más próxima y auténtica que las actuales—, me resultaba de veras asombroso.
Aquellas mentes lúcidas de la tercera edad —eran nueve o diez—, podían elegir a cualquier habitante de los seis mil del pueblo, y decirte sin margen de error, con nombres y apellidos, de quién ese habitante era abuelo, abuela, bisabuelo, bisabuela, tatarabuelo, tatarabuela, primo, prima, hermano, hermana, padre, madre, hijo, hija, novio, novia, exnovio, exnovia, suegro, suegra, nuera, yerno, cuñado, cuñada, nieto, nieta, tío, tía, sobrino o sobrina... Y así con todas y cada una de las personas con las que existía algún parentesco.
Aparte de conocer la intrincada red genealógica de todo el censo, aquellos cerebros viejos pero privilegiados, si se empeñaban y les daba la vida, también eran capaces de descubrir todas la infidelidades conyugales acaecidas en el pueblo durante los últimos cien años.
Era todo un don al alcance de unos pocos. Pura magia rural de la que nadie estaba a salvo.