Tenía ganas de leer algo de veras intenso y transgresor, y no el típico superventas vampierótico de mierda para quinceañeras, de modo que me dirigí a la librería El Reposo de Los libros Perdidos y Olvidados, convencido de que allí encontraría el material que necesitaba. Pero al llegar recordé que las fuerzas oscuras que trabajan en la librería estaban de vacaciones, con lo cual no habría modo humano de abrir la puerta de acceso.
Ni siquiera dinamitándola.
Semejante olvido me puso de muy mal humor, y para gestionarlo decidí ir al bar La Virgen Decapitada a beberme un par de litros de cerveza. Me bajé del metro en la parada pertinente, anduve un rato hasta encontrar la cortina de niebla que oculta el bar (densa cual nube aun siendo verano y de día), y al traspasarla me encontré con que la entrada tenía echada la mugrienta persiana galvanizada. Al lado había un cartel a medio pegar que con trazo irregular decía: Cerrado por proceso de desparasitación. Abrimos dentro de seis días.
Jajaja, no me lo podía creer. Aquello parecía una broma. Por lo menos harían falta seis meses para acabar con toda la vida parasitaria que anidaba ahí dentro. El día se estaba volviendo genial por momentos, y eso que no eran ni las cinco de la tarde, así que se me ocurrió llamar a Demenciano a ver si entre los dos podíamos preparar alguna distracción. A esa hora el muy impresentable todavía no se habría ido de putas; estaría en casa con cara enfebrecida jodiendo la marrana en algún chat.
Pero Demenciano no respondió a ninguna de mis llamadas de móvil, lo cual significaba que estaría acuciado por vete a saber qué ineludibles y oscuros menesteres. De modo que desandé mis pasos y decidí adentrarme en zonas inexploradas de la ciudad. Pese a que éramos viejos conocidos, estaba seguro de que aquella ramera de cemento y hierro me tenía reservada alguna sorpresa.
Y con esas divagaciones de amor-odio llegué, en efecto, a una calle desconocida. Una brisa tibia y débil arremolinaba papeles y pequeñas inmundicias entorno a mí y los edificios grises. No mucho más lejos un par de perros famélicos olisqueaban las malolientes bolsas de basura apiñadas al pie de los contenedores, que a su vez eran orbitadas por una maraña inquieta de mosquitos. Y las pocas almas que deambulaban por allí con paso cansino eran indiferentes a mi presencia.
Desde luego, no era una calle muy diferente de las que ya conocía.
Me di la vuelta y me encontré ante un gran escaparate en el que se exhibían un par de maniquíes desmembrados, y uno medio descabezado. A la izquierda del escaparate había una puerta acristalada, medio abierta, coronada con un rótulo de luminiscencia parpadeante cuyas letras de neón rezaban: Gayumbos, bragas, pañuelos usados. La verdad que no sé por qué tendría que entrar yo o cualquiera a un sitio cuyo nombre invitaba a todo lo contrario.
Pero entré.
El interior estaba limpio y ordenado, iluminado con suavidad y sin estridencias. Al fondo a la derecha había una puerta abierta que daba a un pasillo. Una brillante placa atornillada unos centímetros por encima del dintel anunciaba: Gayumbos, bragas, pañuelos usados. Joder, me dije. Y me di la vuelta un segundo, como si en el aire que flotaba tras de mí esperara encontrar las respuestas a las preguntas que me estaban pasando por la cabeza. Los maniquíes tampoco respondieron, claro. Luego volví a leer la placa, y supe que tendría que seguir adelante si quería saber qué coño significaba aquello.
El pasillo, pulcro y silencioso, estaba iluminado por decorativos apliques que pendían de las paredes enmoquetadas. La tímida luz que despedían flanqueaba mis pasos curiosos y prudentes unos cinco metros en línea recta. Luego torcí a la derecha y caminé cinco metros más hasta que di con una puerta doble. No me sorprendió lo más mínimo encontrar el mismo mensaje que en la anterior, solo que en una placa mucho mayor: Gayumbos, bragas, pañuelos usados.
Pues bien, esa puta puerta estaba cerrada. Pegué la oreja y me pareció sentir un murmullo, pero no estaba seguro. Así que, hostia y joder, la abrí de par en par y di a un palco que presidía una gran sala que se encontraba tres metros más abajo, concurrida por una doscientas personas semidesnudas, entre mujeres y hombres jóvenes y ancianos, y niños y niñas.
Un tanto dubitativo, me acerqué hasta asomarme al palco por completo. Más abajo, las personas de la sala no parecían reparar en mi presencia, y si lo hicieron les importaba aún menos que a los viandantes de la calle. Entonces, a saber si en un alarde de imprudencia, y no muy convencido, dije:
—Gayumbos... Bragas... Pañuelos usados...
De pronto, todos aquellos cuerpos dejaron de hacer lo que hacían y me miraron expectantes. No había amenaza en sus rostros, ni mucho menos. Más bien brillaba en ellos una especie de esperanza. Quizá en que dijera algo más, o que me uniera a ellos, no lo sé. Pero sentí que tenía que hacer algo y que no los podía defraudar, además de que necesitaba respuestas y no me podía ir de allí sin ellas. Así que me armé de valor y brazos en alto, como si invocara a alguna deidad mil siglos dormida, exclamé mirando de izquierda a derecha:
—¡Gayumbos, bragas, pañuelos usados, joder!—¡Gayumbos, bragas, pañuelos usados!
—¡Gayumbos, bragas, pañuelos usados!
—¡GAYUMBOS, BRAGAS, PAÑUELOS USADOS!
Enmudecí con la cara enrojecida, y mientras recuperaba la respiración, aquellas doscientas anatomías semidesnudas de diferentes edades dieron un paso al frente. Sin dejar de mirarme, alzaron la mano con la que asían varias de las prendas íntimas antedichas y, al unísono, contestaron con el poder del trueno:
—¡ENTRE VARIAS PERSONAS INTERCAMBIADOS!
P.S.: La chispa para esta entrada llegó un día inopinado con la canción de más arriba. Contiene una letra genial con la que estuve riéndome muchos años.