Todo moría un poco en otoño. El paisaje palidecía en bellos tonos ocres y los insectos del calor agonizaban. Mientras, nosotros aunábamos la melancolía del alma con lo que aún nos quedara de la excitación estival y los sentidos al rojo del fenecido verano. También era el preámbulo para el profundo letargo invernal, o la fría muerte.
Era en primavera cuando estornudábamos más que nunca, y más que nunca en verano cuando nuestra piel era dañada por Ra. Ambas estaciones nos recordaban la sensibilidad de nuestros cuerpos frágiles. El otoño no era menos, claro, y también nos recordaba que éramos materia finita en constante degeneración. Pero lo hacía con templanza y sutileza, sin alergia y dolor.
El otoño era una especie de sosegado reinicio vital después del adiós y las ceremonias de despedida. Muchos planes quedaban suspendidos y ya nunca los reemprenderíamos, porque el otoño era la estación del declive y el olvido. La ausencia del auge y el vigor, ahora que los estímulos ambientales se habían degradado.
Sin embargo, seguíamos siendo animales sexuales con ansias de supervivencia y placer, querida desconocida. Trémulos envoltorios de carne dispuestos a sumergirnos en la excitación plena de nuestros sentidos. Unidos en medio de la borrasca de pulsión y deseo, sobre las hojas secas, rojas y amarillas del hayedo, con la tibieza otoñal de la luz solar de las cuatro de la tarde acariciando nuestras siluetas desnudas.
Y alejados, querida desconocida, alejados de la mediocridad de la marabunta gris.