Era noviembre y nada parecía importar demasiado. La palidez del sol entraba por las rendijas de la persiana y se proyectaba en líneas polvorientas sobre el cuerpo cansado de una joven que yacía en la cama. En la mesita de noche, una botella de vino desangraba su última gota sobre una alfombra arrugada, mientras la calle de plomo era un aria atroz de tráfico homicida y prisa de viandantes.
La chica despertó sin ganas, con un gesto de desagrado en la cara. En cuanto se le aclaró el cerebro, sintió en su cuerpo el dolor de varios moratones y el frío contacto de una pistola entre sus muslos. Alguien la había olvidado después de una noche excesiva. Quizá había formado parte de alguna perversión erótica, aunque hubo un tiempo feliz en que la chica solo rebosaba amor y dulzura.
No recuerda con exactitud cuándo empezó a tomar malas decisiones. El hecho de que su vida ya estuviera rota incluso antes de empezar a usarla tampoco ayudó. También era un ser contradictorio y ciclotímico, por lo que muy pronto tuvo que recurrir a la ciencia de quienes creían estar capacitados para la comprensión del alma humana por el mero hecho de haber obtenido una titulación de cuatro años de carrera.
Pronto empezó a desconfiar de ellos y a despreciarlos. No ya porque sus drogas legales fueran del todo ineficaces contra su caos mental, sino porque estaban tan estropeados como ella, con sus traumas de infancia, adicciones variadas y conflictos internos. Eran la muestra de que el mundo se dividía en una estúpida burla existencial de sedados y alterados, cuyo único fin grupal era envejecer y extinguirse.
La chica ya no quería vivir más episodios anímicos de montaña rusa, desbordantes y agotadores; ni descensos en barrena a oscuros pozos sin fondo. Así que cogió la pistola con las dos manos, se la llevó a la boca y apretó el gatillo. Pero no hubo detonación ni tampoco las cuatro veces consecutivas que siguieron.
En lugar de un final deseado, abrupto y liberador, el destino decidió que era la vida lo que merecía. Con toda probabilidad, una de futuros intentos fallidos por no caer y sufrimientos aún por experimentar. De modo que la chica tiró la pistola a un rincón, cerró las manos en torno a la sábana, y gritó con todas sus fuerzas como nunca nadie lo había hecho antes.
Gritó por ella y por todas las mentes enfermas que solo querían acabar.