Autor: Miguel Ángel. La frase de hoy es reveladora del formidable esfuerzo, del que muchas veces los observadores no son conscientes, que es necesario desarrollar para ejecutar cualquier obra de mérito y digna de ser recordada.
Parecería que los genios en sus respectivas artes realizan el trabajo de forma natural, casi mágica, y sin apenas sacrificio, pero si bien es cierto que las condiciones y habilidades innatas, el talento propio en suma, resultan factor decisivo, no lo es menos que la superior calidad de todo resultado, es inseparable y casi proporcional, al gran esfuerzo (intelectual y/o físico) empleado para que haya sido así.
Cuando contemplemos algo que nos admire, no olvidemos que detrás de ello habrá habido una vasta aplicación de intelecto, entendimiento, ingenio, inteligencia, agudeza, perspicacia, juicio, capacidad… y también, un proceso de aceptación de errores, resolución de dudas, liquidación de problemas y todo un infierno de detalles superados para dar una forma magistral definitiva a la obra.
Y además de todo ello, paciencia, que pocas creaciones imborrables se consiguen sin ella. ¿Elogio de la lentitud? No tanto, pero si entender que acelerar los tiempos adecuados para cada propósito, implica resolverlos peor, y que si queremos ir directamente desde el principio hasta el final de las cosas, nos perderemos el intermedio, que suele ser la parte más estimulante.
Miguel Ángel dedicó a pintar la Capilla Sixtina cuatro años de su vida (empezó el trabajo el día 10 de mayo de 1508 y la bóveda se presentó públicamente el 31 de octubre de 1512) y casi mayor logro que su colosal obra, fue resistir las premuras del Papa, que pretendía que su encargo estuviese terminado cuanto antes. De haber atendido a tales requerimientos, probablemente Julio II no hubiera pasado a la historia, como el impulsor de una de las creaciones más memorables de toda la historia de la Humanidad.
Un Papa impaciente
El proyecto del Papa era la representación de los doce apóstoles, pero Miguel Ángel lo cambió por uno mucho más amplio y complejo. Ideó una grandiosa estructura arquitectónica pintada, inspirada en la forma real de la bóveda.
De cuando en cuando, entre una audiencia y un consistorio, entre una y otra guerra, Julio II se acordaba de su artista e iba a la capilla Sixtina para ver cómo iba de adelantada la pintura de la bóveda.
Miguel Angel no podía darle con la puerta en las narices, como había hecho con sus ayudantes florentinos, y por fuerza -era el Papa- había de recibirle y escucharle. El Papa no daba punto de reposo al pintor, porque no veía el momento de mandar descubrir la bóveda: cada visita suya era un reproche; cada palabra un golpe de espuela. Y un día se produjo la explosión:
Queriendo Miguel Ángel, por San Juan, ir a Florencia, pidió dinero al Papa, y, al preguntarle este cuándo acabaría la capilla, Miguel Ángel, según su costumbre, le contestó: “Cuando pueda.”
El Papa, que tenía unos prontos terribles, le golpeó con un bastón que tenía en la mano, diciendo; “¡Cuando pueda! ¡Cuando pueda!” Miguel Ángel, irritado por aquella nueva ofensa, se fue enseguida a casa y se dispuso a partir para Florencia, quizá con la misma intención que la otra vez, es decir, la de no regresar. Pero el Papa, que se acordó a tiempo de la primera fuga y quizá se arrepintió de haber golpeado a Miguel Ángel con un bastón, como si hubiera sido un palafrenero cualquiera, mandó a un favorito suyo, un tal Accursio, que le llevara quinientos ducados y le presentase excusas, de su parte, por aquellos bastonazos tan poco pontificios ni cristianos. Miguel Ángel aceptó el dinero; pero partió de todas maneras hacia Florencia.
Extraído de “Vida de Miguel Angel” de Gioavanni Papini.
Reflexión final: “Todos los pozos profundos viven con lentitud sus experiencias: tienen que esperar largo tiempo hasta saber qué fue lo que cayó en su profundidad.” (Friedrich Wilhelm Nietzsche)
Revista Coaching
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