Septiembre ya se había instalado en nuestras vidas, lo que significaba que el verano (querido verano) pronto nos daría la espalda. Ahora las noches eran frescas y estimulantes, idóneas para una incursión a la zona más alta de la ciudad, desde la cual presenciar con ciertas garantías el fenómeno astronómico que se iba a manifestar.
No éramos un grupo de cinco ni de siete, sino de seis integrantes. Así que pudiera ser que no despertáramos las simpatías del espíritu de la siempre recordada Enid Blyton. Pero ese era el número, lector asiduo. El de la armonía, el equilibrio y la belleza según la numerología, aunque al lado del sesenta y seis formara una cifra apocalíptica preñada de nefastos augurios.
La zona más alta del este de la ciudad era el cementerio, ya sabes: destino final e ineludible de eterno descanso donde a veces ocurren cosas extrañas e inexplicables. No así como la Luna de Sangre, que si bien tiene una explicación y nada de extraño, a pesar de la nubosidad, de veras me pareció un acontecimiento mágico. También debo añadir que, a pesar del plenilunio, no hubo licántropos acechando.
Y eso que estuve atento al respecto.

