Cuando los que deciden cuándo y qué tenemos que consumir tuvieron a bien hacernos llegar el soporte digital, yo no tuve ningún reparo en renunciar al vinilo y deshacerme de mis cintas de casete y VHS. Todo lo que sea ahorrar espacio está bien. En lo referente a la música, a los melómanos puristas siempre nos quedará la nostalgia del tocadiscos, no como lo de rebobinar en un sentido o en otro con un bolígrafo, que era de retrasados.
El otro día me comentaba un ser de tez morena y nariz aguileña, que la mejor música que existe es aquella con la que haces el amor. Yo le dije que eso era una cursilería trasnochada propia de un adicto al flamenco rumbero o como cojones se llame y que —por aquello de llevarle la contraria— la mejor música es aquella con la que lloras. Él replicó que en mi caso es verdad: o lloras o te cortas las venas directamente. Ahí el muy cabrón estuvo bien de reflejos, y eso que tiene un careto de alelado más acentuado que el del vampiro de la saga Crepúsculo (2008).
Pero no hace mucho experimenté la emoción musical que provoca el llanto.
Estaba en el cuarto de baño ante la taza abierta del inodoro. Sin venir a cuento, empezó a moquearme la nariz y las lagrimas se agolparon nublándome la vista hasta derramarse, cuantiosas. Os aseguro que no había nadie en las proximidades troceando cebolla. Entraban cálidos haces de luz a través de las estrechas franjas de la persiana que, dirección al suelo, incidían en la fluidez de mi meada, larga e ininterrumpida, produciendo una cantarina musicalidad al contacto con el agua, que mezclada con las evocadoras melodías de Cadaveric Incubator of Endoparasites, fluctuando desde el comedor ejecutadas por la maestría innegable de Carcass, dotaban aquella conmovedora conjunción de momentos en algo mágico e inusualmente poético.
¡Qué sabrán esos putos calorros de la sensibilidad y belleza intrínseca del grindcore!