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80.000 briznas de hierba contienen la respiración. Tengo el balón en los pies y tres tíos delante de la portería hecha con mochilas donde otro más me espera. No va a ser fácil. Pero 80.000 briznas de hierba me contemplan, no puedo fallar. El primero de mis rivales comete un error y adelanta pierna para quitarme el balón, pero lo piso y lo alejo de él, para a continuación moverme a su izquierda. El segundo no tarda en reaccionar e intenta cerrar el hueco. Meto el pie debajo del balón y lo elevo unos centimetros, lo justo para que pase por encima de sus botas, que malvadas ellas pretendían quitármelo. Un “Oh!” sale de las briznas al contemplar como he seguido al cuero y he salido ya de dos enemigos. Un uno-dos entre mis botas hace que se quede pasmado el tercero y que las briznas comiencen a levantarse como en cámara lenta, expectantes del resultado. El portero se tira al suelo y yo le tiro un caño. Es gol. Es mi gol. 80.000 briznas de hierba, en el Parque Norte, en un imaginado Bernabéu, lo gritan.
Fue el día en el que fui Butragueño.
Nunca fui especialmente bueno al fútbol. O dicho de otra manera, sólo he sido especialmente bueno en no ser especialmente bueno en nada. Y el deporte nunca fue una excepción. Bastante tenía con defenderme, y nunca mejor dicho, porque siempre jugué en la posición de lateral derecho. Algún día hablaremos de mis andanzas y roces con los extremos, pero no hoy. El caso es que, más o menos adornado por la dulce miel de los buenos recuerdos, aquello de las 80.000 briznas pasó exactamente así. Nunca fui capaz de repetir una jugada tan buena y ni siquiera acercarme. Pero aquel día, lo primero que hice cuando marqué el gol fue decir: “Como Butragueño”.
Butragueño era, por aquel entonces, el creador de silencios, el que paraba el tiempo. Nadie como él para hacer que todo un estadio, en este caso con personas reales y no con briznas, creyesen que todos los relojes se habían detenido cuando El Buitre se paraba, con los brazos caídos como si no fuera culpable de nada, y todo el mundo guardaba silencio. Segundos después, el balón estaba en la red, los defensas no acertaban a saber que había pasado y el estadio atronaba con aplausos. Si Romario fue un jugador de dibujos animados, El Buitre fue el de los documentales de la 2, esos en los que los animales son filmados a cámara lenta mientras vuelan, corren o cazan. Y es que esa sería la única manera de comprender alguna de las jugadas que hizo el Buitre a lo largo de su carrera.
Jugadores como Emilio Butragueño se repiten muy poco en el tiempo. Uno de su raza, y con quien compartió vestuario, fue Raúl Gonzalez Blanco, aun por esas tierras de germanos dando guerra. Y como no, Iker, San Iker. El mejor portero de la historia. El que ha logrado desbancar a las empanadillas de Martes y 13 como la primera palabra que te viene a la cabeza al nombrar Móstoles. Son jugadores que no se van nunca de los sueños que tenemos, de los partidos imaginarios en plazas, consolas, parques o futbolines. Nunca se retiran de las tertulias de café, de las conversaciones de barra, birra y aceitunas. Son esos jugadores a los que, si algún día tienes la inmensa suerte de tenerlos delante, tienes que decirles: gracias por los sueños.
Y ayer tuve esa inmensa suerte. La de asistir a la presentación del libro de Editorial Everest que ha escrito Enrique Ortego sobre Iker Casillas, subtitulado La humildad de un campeón, un libro más que recomendable para conocer mejor a este tipo, que me da la impresión que es tan buena gente como parece. A Iker Casillas no pude llegar a estrecharle la mano, que uno no está ya para regates entre tipos con cámaras y jóvenes con fotos para firmar, pero si que le pude estrechar la mano a Emilio Butragueño, a El Buitre, al mismo que tantas veces paró el tiempo para mi. Y lo único que me salió decirle fue: Gracias por tantos sueños en forma de fútbol. Y, bien visto, no fui yo quién le dio la mano, sino un chaval que acababa de marcar un gol en un parque de Madrid, observado y aplaudido por 80000 briznas de hierba.