Salvador Cisneros Betancourt lideró la Carta Magna aprobada en Jimaguayú (foto tomada de Internet)
LA HABANA, Cuba.- Por estos días conmemoramos el 120 aniversario de la Constitución de Jimaguayú, el documento que estableció los poderes de la República en Armas apenas siete meses después del alzamiento del 24 de febrero de 1895.
Según el criterio de buena parte de los historiadores cubanos, esta Constitución intentó evitar el choque entre los elementos civiles y militares de la revolución, tal y como había sucedido al amparo de la Constitución de Guáimaro en la contienda de 1868. A tales efectos, el Consejo de Gobierno elegido en Jimaguayú, compuesto casi en su totalidad por civiles, aclaró que solo intervendría en los asuntos militares cuando fuese necesario alcanzar determinados fines políticos, y que la conducción operativa de la guerra era potestad del General en Jefe y su Lugarteniente General, cargos ocupados por Máximo Gómez y Antonio Maceo, respectivamente.
Sin embargo, semejante parecer no es compartido por el historiador Antonio Álvarez Pitaluga, vicedecano de la Facultad de Filosofía e Historia de la Universidad de La Habana, según declaraciones suyas recogidas por el periódico Trabajadores. Este catedrático opina que en Jimaguayú hubo dominio de los civiles sobre los militares, y que el elegido presidente de la República en Armas, Salvador Cisneros Betancourt, colocó en un segundo plano a los sectores populares, representados por Gómez y Maceo.
De aceptarse la tesis de Álvarez Pitaluga habría que convenir en que la Constitución de Jimaguayú, entre otras cosas, fue redactada con un espíritu martiano, pues más de una vez el héroe de Dos Ríos alertó sobre los peligros del predominio militar en la organización de las contiendas independentistas, máxime con el nefasto ejemplo de dictaduras caudillistas que en ese entonces abundaban en las repúblicas latinoamericanas.
En 1884, al enterarse de las interioridades del plan Gómez-Maceo para reanudar la guerra libertaria interrumpida por la paz del Zanjón, Martí le ripostó al ilustre dominicano: “Una república, mi general, no se funda como se manda un campamento”. Y años más tarde, ya en suelo cubano para tomar parte en la contienda que él mismo había convocado, Martí habría defendido en el encuentro del ingenio La Mejorana, también ante Gómez y Maceo, los valores civiles de la insurrección.
No obstante ello, Álvarez Pitaluga asegura que en la Constitución de Jimaguayú no estuvieron presentes los postulados martianos. Según el vicedecano, “las actas del Consejo de Gobierno dan cuenta de que en el proceso de discusión de la asamblea no hubo una sola mención a José Martí, ni a sus documentos, ni un análisis de su pensamiento. O sea, fue soslayado”.
A los que conocen más la obra de Álvarez Pitaluga no les sería difícil advertir que, al margen de esas omisiones, fue el apego a la democracia liberal que alentó la Constitución de Jimaguayú y la posterior instauración de la República en 1902, lo que “convenció” a Pitaluga de que ambos eventos estuvieron desprovistos del espíritu martiano. En su libro Revolución, hegemonía y poder (Fundación Fernando Ortiz, 2012), Pitaluga se pregunta si “Gómez habría logrado descifrar y comprender todos los códigos revolucionarios que en el Manifiesto de Montecristi se articulaban para llevar a cabo las transformaciones estructurales y sociales más radicales de la América Latina en ese siglo” (pag. 84). Y ya sabemos que, para la óptica de Pitaluga, esos códigos revolucionarios— obra de la autoría casi exclusiva de Martí— sentaban las bases para la construcción de una sociedad poco menos que socialista.
Pobres de estos historiadores oficialistas que tienen que adecuar su visión del pasado de acuerdo con los intereses de un presente que exige más militancia política que rigor académico.
Via:: Cubanet