Ilustración: El Gran Susón Aguilera
Aunque no existía una obligación implícita y no estaba estipulado en nuestro contrato nos podía la responsabilidad. No sólo porque en ese momento estuviésemos en plena etapa de producción, no sólo porque nos estuviésemos jugando parte de la temporada del próximo año, no sólo porque de nuestro trabajo dependía el de otros muchos, no sólo porque todo el trabajo de una semana pudiera llegar a perderse en un par de días. Sólo era fin de semana y tocaba guardia. Nos podía la responsabilidad.Cuando esto pasaba y pasaba a menudo era posible que los días se sucedieran uno tras otro, semana tras semana e incluso puede que mes tras mes. No es que la dedicación fuese absoluta, ni mucho menos, pero un par de horas de sábado y de domingo solían ser de lo más habitual y eran más que suficientes como para tener que adaptar el trabajo a la familia. La realidad era otra, al final siempre acababa siendo la familia la que se adaptaba y poco a poco pasaba a formar parte de ese espíritu de responsabilidad bien llevada.Fue así como mi hijo Miguel, con cinco años recién cumplidos, pasó a formar parte de mi equipo de Control de Calidad.
Normalmente la organización del fin de semana solía empezar con el cambio de turno de los viernes por la tarde. Por delante algo más de dos días de trabajo en la que el personal disponible mermaba considerablemente pero no así las necesidades esenciales de una planta de producción tan compleja como la nuestra. En términos absolutos un fin de semana equivale al treinta y cinco por ciento de una jornada laboral completa semanal y si se compara con la cantidad de cosas que hay que hacer la fuerza humana desplegada apenas da para cubrir la mitad. Lo que es un merecidísimo y necesario descanso es una tortura a la hora de establecer una adecuada organización y cumplir con el convenio laboral.
Esto explica el por qué era necesario que la rutina del fin de semana no se alterase, al menos en los puntos considerados críticos del proceso.
Lo que llamábamos “guardia” empezaba habitualmente con el control de la producción de alimento vivo ya que este proceso solía ser el principal cuello de botella en una instalación como la nuestra, sobre todo en épocas de máxima actividad donde las necesidades de alimento se contaban por horas. El margen de maniobra cuando tienes unos cuantos millones de larvas nadando en los tanques suele ser escaso. Este es el primer eslabón de una larga cadena de actividades que es determinante para el éxito final, una buena producción larvaria.
Generalmente no era necesario estar más que dos o tres horas. Para los adultos responsables dos horas no son gran cosa, pasan como arena de playa entre los dedos de una mano, mucho más rápido de lo que nos gustaría y sin posibilidad de contenerla. Para un niño de cinco años dos horas dan para montar y desmontar mil veces cien castillos de arena. Es tiempo suficiente como para vivir dos de sus vidas. Pero como fuera que debía acompañarme y que debía pasar esas horas conmigo encontré la forma de hacer que su estancia fuera una diversión, encontré la forma que cada castillo de arena fuese diferente, encontré la forma de que disfrutase haciendo castillos de… “rotíceros”.
Un microscopio es un imán para los niños, si además este microscopio es un “Биологическиемикроскопы” ruso con más años que Maricastaña, de estética vintage, con una multitud de aplicaciones y utilidades como sólo los rusos solían saber hacer antes de la Perestroika, se transforma en la mejor de las diversiones y todo porque algo que aparentemente está prohibido y fuera del alcance pasa a ser tuyo, digo suyo. Porque el microscopio pasó a ser su microscopio.
Cuenta, y digo cuenta porque durante un par de años lo estuve restaurando y lo conservo como uno de los bienes más preciados, con un sistema de iluminación compuesto de cinco lentes y un lámpara incandescente de 8V, alimentación a 220 V y 50 Hz, un condensador aplanático para luz directa y oblicua, un sistema de aplicación que lo convierte en binocular, un condensador de campo oscuro, tubo para fotografía y un dispositivo de contraste de fase. Vamos una auténtica joya. Ah, y algún que otro “device” que no he conseguido saber qué es.
Esta rutina pasó a ser algo parecido a que si lo hubiésemos puesto al frente del departamento de innovación de Lego en su fábrica de Billund que además es un parque temático. Nuestro laboratorio era el parque temático y el microscopio la atracción estrella y una fuente de inagotable de diversión.
Aunque el microscopio llevaba años sin usarse, tanto que incluso se había acabado formando una fina pátina de una mezcla de oxido y otros compuestos que le daban un aspecto como de aparato diabólico, pero deseado. Como he dicho, era un imán.
Disponía incluso de la opción de usar el espejo inferior para orientar el haz de luz hacia el porta, así que le quité el condensador y el diafragma para que su uso fuera sencillo y permitiese llegar la luz libre. Coloqué la aplicación para convertirlo en binocular y le puse dos tubos con aumento de 10x y 3,5x, de esta forma era mucho más fácil su uso y, por supuesto, más que suficiente para el fin que perseguía. Mantenerlo ocupado un par de horas.
Póngase un porta, una gota de agua, “rotíceros” (en realidad eran artemias adultas que son mucho más fáciles de ver, casi a simple vista, y se mueven a una velocidad que se las pelan) y algo de eosina y veréis cómo se iluminan los ojos de un niño.
Le expliqué que los rotíferos eran como gominolas pero en muy pequeño y que a los peces les encantaban, que se los comían como golosinas y que de la misma manera que pasaba con las golosinas si se les daban muchas se empachaban, por eso que era tan importante saber cómo estaban y cómo dárselas. Le dije que un montón de rotíferos es como un montón de arena de playa, multitud de granos que a veces ni se ven y que juntos forman las playas y que en cada gramo…
Guauuu. Venga, venga, déjame contarlos papá, que tenemos mucho trabajo, me dijo y se puso a mirar por el microscopio ruso. A su lado un folio como el mío y un lápiz con el que rayaba palotes y tenía muchos, en la placa había tres artemias, eso sí se comportaban de maravilla, estaban entrenadas, eran artemias de circo.
Así pasaba el rato y me dejaba tranquilo para que yo pudiera contar (de verdad), ver el porcentaje de hembras ovígeras, calcular los crecimientos de cada una de las diferentes poblaciones y ajustar la alimentación. De esta manera procurábamos evitar sorpresas en el total de la producción y podíamos establecer la estrategia más adecuada. A veces decidir no iniciar un lote por uno o dos días podía ser clave a la hora de sacar adelante un buen lote de peces y esos detalles son los que determinaban y decidían el éxito productivo de todo un año.
En el laboratorio teníamos arena de sílice que suele ser de uso habitual para los acuarios y aproveché este hecho para recuperar la conversación que antes dejamos a medias por la necesidad de contar. Se merecía una explicación. Se la había ganado.
Cogimos un poco de arena y la llevamos a una balanza de precisión donde pesamos un gramo y le dije como mucho habría unos doscientos granos, más o menos, tanto como todos los compañeros del cole de primaria.
Después pesamos un gramos de rotíferos que había pasado por un filtro, más o menos abultaba lo mismo, tal vez algo más ya que estaba algo más húmedo y le dije que allí habría unos seis millones de “granos de rotífero”. Me miró, evidentemente no era capaz de entender esa cifra, con dificultad era capaz de saber si doscientos era mucho o poco, a él le parecía muchísimo, ¡todos los compañeros del cole!, entonces ¿Cuántos coles son los rotíferos que hay ahí? Me preguntó. Desde luego decir que posiblemente equivalía a casi todos los niños de primaria de media Europa iba a ser mucho más complicado, así que simplifique: bueno pues todos los niños que hay en los niños que hay en todos los colegios de aquí a Barcelona. Sabía lo largo que era el viaje, lo había hecho varias veces. Resopló, si, en su ideario eso debía ser muchísimo.
Y efectivamente me dijo que eso debía ser mucha, mucha comida. Le miré y le dije que apenas si nos daba para la primera ceba de un tanque y él sabía que teníamos cuarenta. Yo le dije que en cada uno había más de medio millón de peces, que para darles de comer a todos necesitábamos muchos gramos y que por eso era tan importante lo que hacíamos.
Su cara me decía que no entendía nada, en su mundo todo era poco o mucho, o en todo caso mucho muchísimo, se me ocurrió decirle que con lo que íbamos a preparar hoy casi le podríamos dar de comer a la mitad de los peces del mar, pero a los pequeños, eh. Bueno, esta respuesta sí que pareció gustarle, el mar es muy grande, así que debía ser mucho muchísimo.
Mientras él hacía como que miraba, creo que seguía dándoles vueltas a lo de las cantidades, completé los registros con los conteos, ajusté la cantidad de alimento para este día y el siguiente y puse las cantidades que debías cosecharse para alimentar a las larvas. Le di la hoja para que se la llevase a Luisón. Posiblemente en un momento de descuido, la verdad es que no sé cómo ni cuándo, mi hijo debió coger el lápiz y garabateó algo al lado de dónde había visto que yo había puesto la cifra que le dije que era comida.
Luisón revisó el registro y me preguntó que qué quería decir con aquello. Eran dos redondas, como ceros. Miré a mi hijo y nos dijo, sorprendiéndonos, “seguro que hoy comen todos los peces del mar”.