Revista Arte
Antes de mediados del siglo XVI se comenzó ya a querer desnaturalizar las figuras, los colores y la perspectiva. Fue el cansancio, esa sensación que se generó ya, después de la alcanzada perfección de creadores como Leonardo, Miguel Angel o Rafael Sanzio. Pero, ahora, ¿cómo seguir plasmando belleza sin continuar con la enseñanza magistral de lo excelente? ¿Cómo seducir en el pleno momento exhultante de admiración de la Belleza, sin contar con aquello exactamente? Esta fue la gran apuesta de unos autores, renacentistas todavía, pero que ya no volverían a respetar las medidas de aquel Hombre de Vitruvio de Da Vinci, modelo de clásicas, geométricas y anatómicas formas.
Pero no servían aquellas proporciones ahora para expresar otra cosa. ¿Qué cosa? La rebeldía. Es seguro que, quizás, fue obtenido este estilo azarosamente el día que un artista, no pudiendo llegar a lo eximio del gran Rafael Sanzio, ideó que la transgresión, si ésta es creativa, si es además hieráticamente hermosa, puede alcanzar también a sublimar aún más la Belleza. Y no se trataba sólo de desproporcionar ya en su medida la Naturaleza tal y como era en realidad, no, también había que teatralizar el gesto, que conseguir no sólo representar pictóricamente algo, sino además crear una especie de danza pictórica, de movimiento o ademán fijo, elemento que caracterizaría esta nueva tendencia.
Era la manera, il maniera, como algunos pintores demostraron que su particular estilo ahora, en pleno siglo XVI, llegaría así a poder competir genialmente con aquel perfecto Renacimiento, pero no enfrentándose a él, sino distanciándose originalmente. Entonces, comenzaron casi todos a admirar esa libertad creativa que, alargando los miembros, empequeñeciendo la cabeza y alterando los colores, podía sin embargo así conseguirse otro Arte, otro maravilloso Arte. Era ahora éste el Arte del acoplamiento visual, del buscar casi siempre la comunicación de sus modelos dentro del lienzo, o con otro personaje o con el espectador. El objeto, ahora, es contrastar el modelo central de esa belleza acercándolo a otro modelo, a veces arqueando ya un brazo al elevarlo o al caerlo, para tocar así, delicadamente, a otro personaje.
Es el estilo enamorado, la Arcadia permanente donde todos se veneran, se respetan y se aman. Es el Paraíso, en donde hasta el personaje de Andrómeda cautiva parece que siente placer esperando lo que sea, hasta llegar a ser salvada por Perseo. Es además la escena bendecida por la suavidad de los gestos, de los movimientos, de la postura incluso. Ésta, la postura, ya no se plantea si es conforme o no a lo correcto, a lo respetuoso, a lo convencional, a lo sagrado también. Pero, es que todo se perdona en la maravillosa recreación de la armonía anamórfica.
Todo fue diferente después del Manierismo, los siguientes creadores y los críticos denostaron ya este estilo, que se mantuvo desprestigiado, menospreciado y olvidado hasta casi el siglo XX. Fue la poesía vulnerable del Arte, que pasó de puntillas entre dos fuerzas de la Naturaleza, el Renacimiento y el Barroco. No pueden durar así esos versos sostenidos en un momento de la Historia, momento que nunca más volvió. Como aquellos versos renacentistas de Fray Luis de León (1527-1591):
Inmensa hermosura
aquí se muestra toda y resplandece
clarísima luz pura,
que jamás anochece:
eterna primavera aquí florece.
¡Oh, campos verdaderos!
Oh, prados con verdad dulces y amenos!
¡Riquísimos mineros!
¡Oh, deleitosos senos!
¡Repuestos valles, de mil bienes llenos!
Así era el Manierismo, pura efervescencia sin tiempo ni medida, sin sentido natural, sin referente anterior y sin continuadores siguientes. Aislado en la incomprensión, en lo extraño, en lo adimensionado, en lo exageradamente bello. Ni siquiera se comprende bien lo que fue, porque siguió adorando la Belleza renacentista, pero sin serlo del todo, siguió adorando los matices renacentistas, pero éstos eran otra cosa, siguió sugiriendo los colores, pero ni el claro-oscuro ni los de antes eran lo importante, ahora otras tonalidades además señoreaban los perfiles alargados, los movimientos estudiados, preparados casi, de los lienzos manieristas.
Fue sin embargo una revolución silenciada; porque así era esta tendencia, sin sobresaltos, sin ruidos, apaciguados los elementos, que sólo perseguían un fin: sofisticar la belleza, llevarla al más puro sentido de lo exquisito, de lo que nunca se podría comparar con nada, ni con los seres a los que pretendía representar. Así fue el Arte más sublime, sin complejos, la más inequívoca forma de expresarlo, aunque sea anacrónico, aunque parezca superado, aunque nunca seamos capaces del todo de llegar a entender cómo alguna vez llegó a existir algo así, algo que fuese lo que llevó a pensar, entonces, que la Belleza no podía ser otra cosa más que eso.
(Óleo del pintor Alessandro Allori, Venus y Cupido, 1570; Cuadro La Venus de Urbino, 1532, Tiziano, Uffizi; Pintura El Baño de Venus, 1558, Giorgio Vasari, Alemania; Óleo Betsabé, 1570, Giovanni Battista Naldini, Museo Hermitage, Rusia; Cuadro Perseo y Andrómeda, 1611, Joachim Wtewael, Museo del Louvre, París; Lienzo Venus y Adonis, 1587, Bartolomeus Splanger, Amsterdan; Cuadro El juicio de Paris, 1615, Bartolomeus Splanger, National Gallery; Óleo Venus y Adonis, 1597, del pintor Bartolomeus Splanger, Alemania; Cuadro San Martín y el Mendigo, 1599, El Greco, National Gallery, EEUU.; Óleo La Pietá, 1597, El Greco, Particular.)
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