No estoy bien. Ni feliz. Ni mínimamente contenta.
Básicamente, no estoy. Ni siquiera cuando, por momentos, pareciera que asomo la patita y muestro algo de mí, pues el aparente espejismo no es más que fruto de mi 'querer estar' sin que ello pueda, aunque lo intente, liberarme del infinito y fantasmagórico poso de tristeza que me acompaña allá donde quiera que vaya.
Es la mía una tristeza vieja, insoslayable, periódica, la tristeza de quien, durante muchos años, se sintió menos que nada, niña nadie sentada en la sillita de la indiferencia, niña insólita, extraña y rara que dibujaba y escribía para huir del horror cotidiano, la niña que se hizo adolescente y después mujer sin dejar de vivirse nunca como la fea, la indigna, la culpable. La última. La peor.
Como digo, no estoy bien. Ni feliz. Ni mínimamente contenta.
La risa, si alguna vez la tuve, la perdí por el camino a fuerza de enredarme en la vida de los otros. Solo mis hijas, en cuyos ojos aún puedo mirarme sin sentir el hielo del fracaso, me recuerdan que una vez, hace ya mucho tiempo, también yo supe reír como ellas, inocente, pura, luminosa, aún a salvo de todas las heridas.
No estoy bien. No.
Ni siquiera puedo _como antaño, de memoria_ abrir las compuertas para llorar a lágrima viva.
