La vida es un resultado provisional o permanentemente diferido del intento de la naturaleza de lograr la estabilidad en entornos inestables. O dicho en terminología matemática: de convertir en previsible (en cosmos) lo que puso en marcha el azar (el caos). O según un vocabulario más próximo a la psicología: de alcanzar seguridad o tranquilidad en contextos de incertidumbre o angustiosos, y asimismo transformar el infortunio en oportunidades. O en terminología médica: de sobreponerse a la invasión de los agentes patógenos que nos rodean. Y en fin, en clave moral, de transformar el mal en bien y el absurdo en sentido. No es, pues, la estabilidad, lo previsible, la seguridad, la inocuidad, el bien, el sentido lo que garantiza la vida; al contrario, es gracias a la inestabilidad, el azar, la incertidumbre, la angustia, los agentes patógenos, el mal, el absurdo… y al hecho de confrontarnos con todo ello, por lo que la vida existe. La vida no es un estado en el que se pueda reposar, salvo circunstancialmente, es un combate. Como decía María Zambrano: “Vivir es no poder reposar hasta la muerte”. Vivimos mientras combatimos contra todo eso que de alguna forma nos niega, amenaza o trata de anularnos (si es que esa negación o amenaza no llega a superar definitivamente nuestra capacidad de contrarrestarlas). Envejecer, mientras tanto, es ese modo de aproximación a la estabilidad, a lo previsible, lo seguro… de afirmación en lo que ya se es y consiguiente desistimiento de confrontarse con lo que no se es que sirve de heraldo y anticipo de la muerte. Cuando uno no tiene ya con qué confrontarse, cuando se conforma, cuando acepta ser quien es… está invocando su muerte.
Nuestra cultura posmoderna está lejos de asumir que la vida se sostiene sobre esta clase de paradojas, que para desarrollarse y seguir hacia delante necesita, en fin, precisamente de aquello que la niega. El modo de entender las cosas hoy prevalente prioriza el intento de anular toda esa vertiente de las mismas que da a nuestra zona oscura, al término negativo de nuestra consustancial paradoja, y lo que de esa manera consigue en realidad es debilitar las funciones vitales. Nassim Nicholas Taleb, en un libro que acaba de ser publicado, “Antifragilidad” (Paidós, 2013), pone un ilustrativo ejemplo de lo que entiende por tal, y que viene a confluir con lo que aquí estamos diciendo. El ejemplo no le coge muy lejos, pues habla de algo que le ocurrió a él mismo. Un día se rompió la nariz; le llevaron a Urgencias, y a la vista de que la cara se le había puesto muy hinchada, el médico le dijo que se colocara hielo sobre ella, con el fin de rebajar la hinchazón. A pesar del dolor que sentía, Taleb tuvo la singular ocurrencia de preguntarle entonces al médico si existía alguna clase de estudio estadístico que avalase los efectos curativos de ese tipo de intervención. El médico ironizó sobre ello, pero no le llegó a dar una respuesta en ese sentido. Cuando Taleb pudo consultar en internet, confirmó que, efectivamente, no existían pruebas estadísticas convincentes a favor de los beneficios de la reducción forzada de una inflamación, al menos no más allá de los cuadros (sumamente raros) en los que la hinchazón puede amenazar la vida del paciente, lo que claramente no era su caso. En general, para Taleb, una estructura es antifrágil, y por tanto más resistente a los ataques, cuando es capaz de generar sus propias maneras de combatir el desorden, los imprevistos o, como en el ejemplo citado, los accidentes.
El ejemplo citado sirve asimismo para delatar aquella actitud generada por nuestra cultura según la cual se hace preciso evitar lo negativo, en este caso la inflamación producida por una herida, que, sin embargo, es una respuesta que nuestro organismo produce cuando sufre un trauma, y con la intención de contrarrestarlo. Actuando así estaríamos anulando la labor de la naturaleza, de la vida misma que combate lo que la ataca, en vez de respaldarlas o complementarlas, que sería la auténtica función de la medicina. Cuando en psiquiatría, asimismo, se llega (como se está llegando) hasta el punto de medicar el fracaso escolar, es decir, que se recetan psicofármacos para evitar la sensación de frustración y angustia que sufre el escolar en esa coyuntura vital, se están anulando también las emociones que eventualmente estarían encargadas de hacerle reaccionar positivamente a su fracaso. En el ámbito hacia el que estos ejemplos apuntan, quedan de manifiesto los graves problemas generados por esta clase de intervencionismo que pretende corregir o incluso anular las funciones de la naturaleza y de la vida misma: por un lado, no sólo no se favorece la salud, sino que se trata de enseñar a nuestro organismo a no reaccionar ante los ataques o las dificultades, a quedarse como estaría si no se hubiesen producido esos ataques; por otro lado, la sobremedicación que conlleva esta manera de entender los problemas de salud está llevando al colapso a los sistemas sanitarios, especialmente en España, donde el consumo de fármacos es todavía más exagerado que en ningún otro lugar de Europa (como se puede ver aquí). En suma, estamos haciendo nuestras estructuras cada vez más frágiles… y costosas.
Pero si seguimos hacia delante la pista de los argumentos expuestos hasta aquí, podemos llegar, sin solución de continuidad, hasta las mismísimas estribaciones del estado del bienestar en general, y su obsesiva afición a intervenir en las funciones que espontáneamente la sociedad genera para favorecer su vida y su salud, intervencionismo del que los españoles, como en el caso de la sobremedicación, somos los más partidarios entre los europeos, según ha puesto de manifiesto el estudio estadístico llevado a cabo recientemente por la Fundación BBVA (aquí se puede consultar). Cuando el estado, por ejemplo, decide subvencionar a un determinado sector de la economía, puede que en un caso extremo, paralelo a aquel en el que el médico tiene que imperativamente actuar, su intervención sea beneficiosa. Pero al detraer vía impuestos los recursos que necesita para poner en marcha su política de subvenciones, está interfiriendo en la dinámica que la propia sociedad había puesto en marcha para crecer y desarrollarse, como hace todo organismo vivo, y esa actuación del estado suele tener muchas veces, igual que vimos que ocurría en el caso de la medicina, efectos iatrogénicos, es decir, que genera más problemas de los que resuelve. Especialmente, si consideramos que para organizar ese intervencionismo del estado es preciso generar una burocracia administrativa que a su vez habrá de ser regida por un cuerpo de interventores políticos que encarecen decididamente el proceso y que, además, son vulnerables a sus propios caprichos a la hora de redirigir esos recursos detraídos, como se demuestra fácilmente echando un vistazo al BOE en casi cualquiera de los capítulos de las subvenciones (en esta entrada de este mismo blog hay suficientes ejemplos).
Hoy mismo, el Gobierno ha decidido subir todavía más los impuestos y no recortar el gasto público. Este es el camino que está llevando a convertir el supuesto estado del bienestar en una trampa fatal. La economía está cada vez más asfixiada. Mientras tanto, somos el país con más políticos de Europa (es decir, más personas encargadas de gastar presupuesto), con un aparato estatal sobredimensionado y, por el contario, con los sectores de la economía productiva cada vez más colapsados y produciendo paros de manera imparable, valga el oxímoron. ¿Hasta cuándo se podrá seguir haciéndolo tan mal?