Yo iba a misa por obligación y sin fe. Iba porque no había escapatoria. Iba por obligación y a sufrir: era una pérdida de tiempo, un aburrimiento y, en algunas ocasiones (cuando aquello, a mi juicio, se alargaba innecesariamente o hacía mucho frío o era a una hora terriblemente temprana), iba a sufrir. El mayor beneficio que saqué jamás de mi asistencia religiosa fue el alivio al salir de allí.
Al fisio voy más o menos igual: con obligación y sin fe. Voy cuando ya no tengo escapatoria. Voy cuando las drogas ya no me funcionan o me funcionan tan bien que estoy a punto de consagrar a ellas toda mi existencia. Voy cuando he fundido la manta eléctrica y el saco de semillas. Voy cuando ya he probado todas las aplicaciones de estiramientos de la tienda Android y cuando ya no resisto el dolor. Voy cuando ya no tengo riego sanguíneo en las puntas de los dedos de los manos, cuando mi cuello tiene menos movilidad que el de Chucky o tengo una cojera como la de Igor. Voy como última opción y sin fe. Y allí sufro, sufro muchísimo. A veces lloro y me muerdo la mano y me retuerzo y digo: «para, para, para». Voy y, mientras estoy allí, desnuda, vulnerable y dolorida, pienso: «¿Qué sentido tiene esto?», que es lo mismo que pensaba mientras me arrodillaba durante la consagración. «¿Esto sirve para algo?»
Hoy he ido al fisio. Me duele el brazo como si no fuera mi brazo. Con esto quiero decir que el dolor es tan agudo, tan persistente, tan perseverante que me hace sentir que el brazo desde el hombro hasta la punta de los dedos y toda la parte superior derecha de mi espalda fueran de otra persona. Tengo la mano fría, casi helada y con cualquier movimiento que hago siento que la costura de piel que une mi lado derecho con mi lado izquierdo (y que mentalmente sitúo justo en mi columna vertebral) se está abriendo. Eso es: mi brazo derecho, su hombro y esa zona de mi espalda se están descosiendo de mi cuerpo. Como su conexión con el resto de mí es cada vez más debil, más endeble, no tengo fuerza en ese brazo. Tampoco puedo hacer gestos bruscos. No hablo de lanzar una bofetada con la mano abierta y todo el impulso de giro de mi cuerpo: hablo de abrocharme el sujetador. Echar el brazo para atrás en un gesto inconsciente que llevo haciendo treinta años es, estos días, una hazaña que acometo entrecerrando los ojos y diciendo «ayy». Ni me planteo ser capaz de hacerlo lentamente, deslizando el tirante y con aspecto sexy. No se puede ser atractivo cuando tu cuerpo está desgajándose.
Temo que se me estén abriendo las costuras. Me preocupa la inconsciencia que percibo en la parte izquierda de mi cuerpo. Ese lado izquierdo, de hecho, parece vivir completamente ajeno a lo que sea que me está atacando por la derecha. Sigue como siempre, ligero, juguetón, continúa con su vida sin percibir que a unos escasos centímetros de distancia algo se está desmoronando, que algo terrible ocurre. Casi puedo oír a mis músculos, a las fibras musculares y los pequeños nervios del lado derecho gritando «Ehhh, estamos aquí, colgando en el abismo, haced algo, tiradnos una cuerda, un cable, buscad ayuda», mientras mi lado izquierdo está tomando vinos sin darse cuenta del desastre que se la avecina. En la espalda no hay compuertas, ni cámaras estancas; todo está conectado por puentes, túneles y pasarelas... ¿y si esta sensación de que mi lado izquierdo se está descosiendo se traslada al otro lado y me siento partida en dos?
Llevaba días buscándome el punto de máximo dolor para intentar curarme. Quería arrancar la flecha, sacar la bala, abrir la herida y que, tras alcanzar la cumbre de dolor, esa en la que en las pelis del oeste se desmayan mordiendo un palo, el suplicio empezara a remitir y, sobre todo, cesara el hormigueo y la sensación de que mi cuerpo era de otro. Ese punto estaba en algún sitio recóndito en el que el brazo se une con la espalda, parecía encapsulado en una de esas cámaras estancas. Era tan poderoso que aun encerrado ahí, en un sitio que no tiene ni nombre, que no es ni brazo, ni hombro, ni axila, ni espalda conseguía con su sola presencia tener a todo mi cuerpo en alerta.
Hoy he ido al fisio por obligación, sin fe y buscando el milagro de su magia. He ido a sufrir y ojalá hubiera tenido un palo para morder. He ido como los normandos iban a ver a Asterix: «hazme dolor».
Al salir de misa solo sentía alivio y, si había ido sin desayunar, un hambre atroz.
Del fisio he salido dolorida, impresionada con su magia, con riego sangüíneo en los dedos y el sabio consejo de abrocharme el sujetador por delante. Sin duda, prefiero esta magia.