La indolencia no es el camino. Que la mayoría guarde silencio y acepte resignada abusos e incompetencias del poder, supone un lastre: el inmovilismo no hace avanzar. Que un grupo de ciudadanos considere la movilización como algo útil, resulta estimulante. Los integrantes de la marea blanca madrileña, los de la verde —especialmente la balear—; quienes se manifiestan contra los desahucios o los vecinos de Gamonal, considerados por el Gobierno y sus voceros como elementos violentos capaces de cometer atentados, son claros exponentes de una resistencia digna y, en algún caso, eficaz.
La teoría política dice que la democracia se sustenta en la posibilidad que tienen los ciudadanos para elegir a sus gobernantes y de influir en sus decisiones. Pero, ¿qué sucede cuando, una vez elegidos, ni tan siquiera tienen el decoro de escuchar a los ciudadanos? ¿Qué ocurre cuando los gobernantes prefieren una sociedad adormecida y, para ello, no dudan en incriminar a los resistentes, legislar contra los discrepantes o abandonar la formación para sustituirla por la capacitación de mano de obra dócil y, por supuesto, barata? Pero también, ¿qué ocurre cuando los ciudadanos no controlan a sus gobernantes?
Que esta democracia nominal se vea zarandeada una y otra vez por el desasosiego y la desconfianza ciudadana es una oportunidad para transformarla: la democracia, si funciona al margen de la voluntad ciudadana, no es democracia. En la primera mitad del siglo XX intelectuales españoles hablaban de «inmunda democracia», «absolutismo del número» o «analfabetocracia»: Ganivet, Baroja y Unamuno, por ejemplo. Un siglo después, muchos ciudadanos, con distintas formas de pensar e interpretar la realidad, encuentran motivos suficientes para hablar de la «dictadura de los números» en referencia al uso obsceno de los votos, de la «inmundicia de los gobernantes», en alusión a la corrupción o simplemente de «timocracia». Hemos pasado de la euforia inicial por las libertades a la decepción; del entusiasmo por la política, al desprecio de los políticos; de observar la democracia como la solución a considerarla un problema. Cuando el poder actúade espalda a la ciudadanía, se pasa de la complicidad a la indignación.
Gamonal es un ejemplo, como lo fueron los pueblos de Castilla-La Mancha defendiendo las urgencias nocturnas o los estudiantes del instituto Luis Vives luchando contra el frío. A falta de grandes ideales, la movilización se hace por causas concretas.
El Gobierno, sus medios afines y los columnistas más fanáticos tratan los acontecimientos de Burgos como simples actos de violencia. No es novedad; en estos tiempos hay más interés en adoctrinar que en informar, en tergiversar que en indagar, en imponer que en conciliar. Todo el que no comulgue ni pertenezca a la mayoría silenciosa es considerado un violento, filoetarra o integrante de algún comando violento itinerante aunque resida en el mismo barrio de la protesta. A poco que arda un contenedor o una pedrada rompa un escaparate, ya es kale borroca, sovietización de la protesta o violencia callejera. Poco importa que miles de ciudadanos hayan manifestado su descontento de manera cívica; las portadas, columnas y tertulias son para los pocos descerebrados al servicio de la derecha más reaccionaria.
Soraya, la vicepresidenta, dice no comprender; que las protestan no casan con la recuperación económica. Lógico, quienes se manifiestan no son directivos del Ibex, banqueros o defraudadores con cuentas en Suiza; quienes se manifiestan no tienen trabajo o lo tienen precario; sus pensiones están congeladas y recargadas con copagos y repagos; quienes se manifiestan, tienen sus derechos y libertades recortados. Normal que ella no lo entienda, ella gobierna para los otros, para los de cuello blanco y moqueta. Hay un estallido social pendiente; el gobierno lo sabe y tiene miedo, por eso amedrenta, insulta, desprecia y dice no comprender.
Es lunes, escucho música