A falta de pocos días para que se constituyan ayuntamientos, cabildos, diputaciones, gobiernos, etc., etc. estamos viendo un “baile de máscaras” entre todas las fuerzas políticas de nuestro país. Digo máscaras, no porque estemos en carnaval, sino porque hay muchos partidos que, con tal de gobernar y no tener que levantarse del trono, se ponen la máscara (o la chaqueta) que haga falta, sea del color que sea, y bailan con quien toque, aunque sea la más fea. Contactos de última hora, llamadas a la desesperada y besamanos de todos los tipos con un único objetivo, 4 años de disfrute. Todo esto no estaría mal si no fuera porque se hace sin el ingrediente que, a mí, me parece fundamental, nosotros.
Después de las elecciones, en las que los españoles depositamos en la urna (o en el sobre de correos) nuestros votos, estamos asistiendo a la película que, cada cuatro años, se repite. Independientemente de los resultados que salen de las urnas, allá donde no hay mayoría, los partidos se aventuran a pactar entre ellos para asegurarse un buen sitio para gobernar, muchas veces es la lista más votada la que, al no haber conseguido una mayoría, se aventura a buscar alianzas para poder gobernar, lo que es legítimo, el problema viene cuando son el segundo y el tercero (y el cuarto, el quinto…) los que pactan y relegan al partido más votado en la oposición. Esto, desde mi punto de vista, no es democrático. No lo es porque, si los ciudadanos dan un apoyo mayor a una determinada opción de gobierno, representada en un partido, es esa la que debería gobernar, independientemente de si a cada uno nos gusta o no, nos encontramos en un sistema electoral democrático en el que, teóricamente, priman las mayorías pero que, al final, premia a las minorías. El sistema de pactos sería legítimo si se pactara antes de una segunda vuelta en la que compitieran las opciones más votadas en cada institución o si los ciudadanos supiéramos, antes de las elecciones, con qué partido o partidos estaría dispuesto a pactar cada uno porque, puede ser que eso condicionara nuestro voto, ya que todos tenemos líneas rojas (ideológicas), otra cosa que es perfectamente legítima. No me parece para nada justo este mercadeo que hacen los partidos con nuestros votos, que se convierten en una moneda de cambio para conseguir sus intereses partidarios particulares, no priman las necesidades del ciudadano. Este tema de los pactos se eleva a la siguiente potencia y termina de pervertirse en su forma última, que son los llamados pactos en cascada, muy de moda en Canarias, que consisten en que, las fuerzas políticas que pactan para conseguir el gobierno autónomo, condicionan esta unión a que se formalicen pactos en todas las instituciones inferiores al gobierno en las que sumen mayorías. Todo esto se realiza desde una perspectiva alejada de las realidades más locales, donde las peculiaridades y necesidades se diferencian, no se puede pactar de arriba hacia abajo, porque, así, se desatiende al ciudadano completamente.
A este peculiar baile se le suman las diferentes leyes electorales que priman en este país nuestro, siempre tan plural para lo mano y tan cerrada y distante para lo bueno. Por si no fuera poco el ir y venir de las alianzas, las distintas leyes electorales de nuestro país, lejos de velar por la democracia, se han convertido en vehículos para que no podamos ejercer la democracia de manera perfecta y donde la máxima de “un hombre, un voto” se convierte en mínima y, en muchos lugares, inexistente. Empezamos por sistemas tan justos como el de las elecciones generales donde, gracias a las circunscripciones autonómicas, los partidos de implantación regional se ven inmensamente beneficiados frente a los que lo están a nivel nacional (salvando las excepciones de los partidos mayoritarios). Por arte de magia, dos partidos con más de un millón de votos no obtienen la misma representación, sino que uno obtiene cinco y, el otro, dieciséis diputados (con más de cien mil votos menos que el primero), ¿el truco?, las circunscripciones. Uno es un partido que está radicado sólo en una región, el otro, lo está a nivel de todo el país. Los votos no valen igual, depende de dónde se emitan o a qué partido vayan. Por este mismo reparto, un partido regional consigue un diputado con poco más de cuarenta mil votos y, otro, con casi ciento setenta y cinco mil votos más, se queda fuera del parlamento. Si se les aplicara a todos el mismo baremo votos/escaño que al que entró al parlamento de colista, a ese partido que se quedó fuera le corresponderían cinco diputados.
Capítulo y mención aparte, se merece la ley electoral de Canarias, donde ya no es que no se cumpla lo de un hombre, un voto, sino que se convierte en “un hombre, diecisiete votos”. Por la exageración de la necesidad de representatividad de las islas menores en el Parlamento de Canarias, nos encontramos con que un voto de la isla de El Hierro, equivale a diecisiete votos de Gran Canaria o Tenerife. En la cámara regional, las islas de El Hierro o la de La Gomera, por ejemplo, tienen mucho más poder de decisión sobre las necesidades inversoras en Gran Canaria que la propia isla en sí. Nuestra viciada ley electoral permite que se creen escenarios tan difíciles de asimilar como el de las últimas elecciones autonómicas, que dejó unos resultados tan dispares como que, una fuerza política que se presentaba sólo por la isla de La Gomera consiguió tres escaños en el parlamento regional con poco menos de seis mil votos mientras que, otra que se presentaba en todo el archipiélago se quedó sin representación con más de cincuenta mil votos. Vaya panorama.
Este panorama es bastante desolador, sobre todo para nosotros, los ciudadanos, que tenemos que ver como juegan con nuestros votos, como no se respetan las bases de la democracia y como, unos cuantos, juegan con nuestros derechos. Yo confío en la fuerza de nuestro país, en nuestra fuerza como pueblo y sé que, gracias a las nuevas incorporaciones a la vida política, este panorama va a cambiar y que lo vamos a hacer nosotros con nuestros votos y nuestra fuerza ciudadana porque, lo que está claro, es que las últimas elecciones fueron el principio del final de la transición y que no son sino una pincelada de lo que serán las elecciones generales de noviembre y de lo que nos espera.