Ayer en Grecia ganó la tecnocracia frente al humanismo, los hombres de negro frente a las túnicas blancas, los números frente a la poesía, la realidad frente al sueño. Imposible no ceder a la presión, aunque el discurso es sospechosamente familiar: O yo o el caos, o yo o la salida del euro, o seguir en el euro o el salto a lo desconocido. Y los griegos, que tan buenos navegantes han sido, sienten ahora temor de adentrarse en aguas profundas. El miedo es como un músculo: también se ejercita y los ejercicios de miedo a los que ha sido sometido el pueblo griego ha sido brutal: ha tenido los mejores entrenadores personales y ahora el miedo es un coloso relleno de esteroides que todo lo paraliza.
Pese a las alegrías y los alivios contenidos desde el primer momento, en realidad Grecia ha apostado por la abstención con un aplastante 40 por ciento, casi la mitad del electorado con derecho a voto. Pero ellos no cuentan y sí los señores de la guerra financiera, del ajuste hasta la extenuación, los del rodillo para reducir el déficit a una fina hoja de plastilina. Pasada la fiesta de la democracia, vuelta a la desesperación, a la ruina, otra más, aunque ésta no atrae turistas.
Grecia da un respiro, sí, pero envenenado. En realidad, Grecia regala tiempo, no mucho, y apenas un espacio de seguridad justo para cambiar el rumbo antes de despeñarse definitivamente donde acaba el horizonte. Los griegos, abrumados por su presente y con pánico al futuro, olvidan que la Tierra es esférica. Sus antepasados lo evidenciaron, desde Aristóteles a Platón o Alejandro Magno. El miedo colectivo, el Yo o el caos, es una falacia más moderna propia de los años más oscuros de la Edad Media, cuando los señores feudales y los hombres de negro de entonces sermoneaban que la Tierra era plana para seguir apostando todo a ese caos tan rentable y ganar en un ciclo sin fin. Un negocio, este sí, redondo. Syriza lo sabía.