Revista En Femenino

Aburrido se escribe con B

Por Expatxcojones

Aburrido se escribe con B

Terremoto y yo, BCN, 2011. expatriadaxcojonoes.blogspot.com


Metáfora de un tránsito, XIIcalle Salvador Espriu, Barcelona
Lo vi algunas tardes. En la televisión de nuestra casa de Argentona, que solía estar apagada, pero ese verano estaba encendida. Era un año especial. Un evento extraordinario, que iba a situar a la capital catalana en el punto de mira mundial, estaba a punto de acontecer. Montserrat Caballé y Freddie Mercury le dedicarían una canción. Mariscal crearía El Cobi. Los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992 pasarían a la historia. Pero mucho antes de que llegaran, y con ellos la horda de turistas que ya nunca iba a desaparecer, se trabajó para tenerlo todo a punto.
Una de las cosas que resultarían de aquella época sería el primer barrio marítimo de Barcelona, la la Vila Olímpica. Una nueva zona residencial que tenía por objetivo albergar a los deportistas y sus familias mientras durara el gran acontecimiento.
Casi veinte años más tarde, el Kalvo y yo nos mudaríamos aquí. Barrio poco poblado, con avenidas anchas, parques cuidados, árboles por doquier… nada qué ver con el animado barrio de Gracia. La Vila Olímpica se me antojaba, por aquel entonces, un sitio aburrido. Sin gente. Sin vida. Sin mercado. Apenas cuatro tiendas. El estanco, la frutería, la panadería y —esto lo descubrí más tarde— una carnicería.Lo compraba todo en el supermercado del centro comercial, donde también iba los domingos por la tarde a ver películas o los días entre semana a tomarme algo al bar de un chino que se llama Mao. Fuera de ese edificio no había nada. Viento. Casas. Hojas. Amplias aceras. Papeleras vacías. Pasos de cebra.
A pesar de que la zona no me gustaba, el piso me causó el efecto contrario. Forma parte de un complejo residencial. Con una grande zona común, mucho espacio verde e incluso un parque infantil. 100 metros cuadrados. Tres habitaciones, dos baños, una amplia cocina, un bonito comedor. Todo exterior. Casi nuevo. Allí no había vivido nadie desde no se sabía cuándo. Los electrodomésticos, todavía, conservaban el envoltorio original.
No lo hubiéramos podido pagar. Pero es de los padres de German y, por mediación de él, nos hicieron un precio amigo. Ocupamos el 3º 2ª. German vivía en el 3º 1ª. Durante el tiempo que vivimos allí, muchos eran los días en que las dos puertas estaban abiertas. Como si una casa fuera la prolongación de la otra y viceversa. Comíamos en la nuestra porque cocinaba yo. Los cubatas los hacíamos en casa de él porque era soltero y tenía un buen almacén de alcohol. Las películas las mirábamos en nuestro salón porque las escogía yo. Las series en casa de German porque se las bajaba él. Dos pisos. Tres amigos. Una vida en común.
Aunque en el barrio no había mucho qué hacer, sí lo había en los alrededores y allí nos dirigíamos cuando queríamos desconectar. El desayuno a la derecha, en el Poblenou. El aperitivo, enfrente, en el Port Olímpic. Las cenas a la izquierda, en el Borne. Y así fuimos descubriendo una zona de la ciudad en la que antes de vivir prácticamente no habíamos puesto los pies más que en la cercana zona de la Barceloneta.
Pronto, tuvimos que compartir la casa con otro inquilino. Ese pedazo de carne llorón y glotón que se había venido a vivir con nosotros. Al principio, nos costó acostumbrarnos. Siempre habíamos estado solos, el Kalvo y yo. Teníamos espacio. Podíamos hacer planes. Improvisar. Salir. Dormir. Vaguear. Ahora, él siendo el más pequeño ocupaba el mayor espacio. Cuna, cochecito, bañera, hamaca, manta de juegos,… todo giraba en torno a su diminuta persona. Los horarios de comida, los de sueño, el fin de semana y la planificación de las vacaciones.
Cuando Terremoto cumplió seis meses volví a trabajar. Me acababan de encargar un documental y empecé a viajar. Salidas cortas, apenas tres o cuatro días, pero que me permitían aunque sólo fuera por un breve espacio de tiempo volver a sentirme como antes. Libre. Ligera. Sin más mochila que la de la cámara.
No duró mucho. Justo cuándo empezaba con la edición el Kalvo llegó un día a casa, me sentó en el sofá y, muy serio, me lo soltó.
   —Me han ofrecido trabajo.   —¡Qué bien! —dije y me levanté de un salto —¡Por fin!   —Es en Tánger.—¿Cómo?—Que el curro es en Marruecos.—Ah… —conseguí pronunciar mientras volvía a tomar asiento. —¿Y cuándo empiezas?—En un par de meses.
Lo que continúa es historia. Cuatro años en Marruecos. Vida de expatriada. Otra hija y este blog.

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