Revista Diario

Acá sigo, dando tumbos y pena

Por Chak
No me queda de otra. Acá sigo, sobreviviendo la vida, llevándola lo menos mal que puedo, aunque a veces de verdad es un milagro que no me encierre en el cuarto y que quede a dormir todo el día. La razón principal para que no lo haga es que los niños me lo impiden y mi esposa que saca a patadas. A penas amanece, los tres me sacan de la cama para lanzarme a la rutina a veces ya insoportable del trabajo, el trabajo, el trabajo. 
Estoy cansado. Mucho. Estoy fundido. Si en la oficina no me quedo dormido sobre el teclado de la computadora es porque a mi jefa la tengo a sólo dos metros de distancia y a otros dos tengo a la secretaria, además de las decenas que compañeros que me observan a través de los malditos cristales. Ignoro cómo eran las oficinas de antes que no tenían vidrios, no eran las peceras de ahora que todo lo dejan ver: las miserias y las vergüenzas... Todo a la vista de todos para que pueda juzgarse y criticarse... Casi nadie aplaude o felicita cuando hay algún acierto. Menos en mi oficio en el que cuando las cosas salen bien, nadie, nadie, dice absolutamente nada. Pero cuando hay un error, el peso de toda la autoridad, ese enorme árbol jerárquico que pende sobre la cabeza de todos los de a pie, se deja caer con fuerza atronadora... Ay.
Y en casa la historia no va muy lejos. Soy como un visitante, un invitado en la familia. Desconozco los procedimientos habituales, y cuando intento algo todo me sale mal. Es una especie de discapacidad social, familiar y profesional.
Acá sigo, dando tumbos y pena

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