Numerosas películas rinden tributo al cine: como forma de arte, como actividad industrial, como experiencia de interrelación personal, como rito social... Y cada generación suele tener una como referente. La mía es La noche americana de François Truffaut. Aunque la vi con mucho retraso, el contexto artístico en el que se movía la creación cinematográfica y, porqué no decirlo, mi propia evolución sentimental, seguían siendo válidas una década después. A mediados de los ochenta, algunas de las más importantes glorias de Hollywood --actores y directores sobre todo-- se encontraban en decadencia física y artística, y su presencia en filmes de todo tipo era un intento de aportarles prestigio y hacerlos más atractivos al público; para ellos era una forma más o menos digna de mantenerse en la profesión. Por otro lado, el cine como ocio urbano y como fenómeno socializador comenzaba e experimentar un cierto declive (hoy mucho más visible y acusado): descenso del número de salas, sesiones independientes, auge del vídeo doméstico, cartelera caótica con estrenos, reestrenos y programas dobles... Con todo, buena parte de nuestro imaginario adolescente seguía anclado en el esplendor máximo del cine estadounidense (1940-1960), a pesar de que nuevos taquillazos iniciaban el relevo de un olimpo cinematográfico hoy en pleno auge (aunque con síntomas de desgaste físico y a punto de ceder el testigo): Harrison Ford, George Lucas, Steven Spielberg...
La noche americana cuenta la historia del rodaje de una película (Os presento a Pamela) en los años setenta del siglo XX, cuando rodar en estudios ya no era ni rentable ni creativo, cuando el cine europeo se seguía haciendo en espacios diferenciados, con un alto componente de división del trabajo. Todavía muchos cineastas no se habían lanzado a la calle, ni se atrevían con temas tabú o polémicos. Si La noche americana se hubiera filmado diez años después el contexto de la historia sería el incipiente cine espectáculo lleno de efectos especiales; si se hubiera hecho en los noventa esos mismos efectos analógicos de los ochenta serían un valor entrañable a preservar ante el riesgo de desaparición por la irrupción de las herramientas digitales. Lo que quiero decir es que cada época tiene unos elementos sobre los que proyectar la nostalgia y otros sobre los que acarrear todos los males. Cuidado: este tipo de películas no homenajea al Cine con mayúsculas, sino a una forma ya asentada de fabricarlo y de disfrutarlo, así que no podemos esperar una película definitiva sobre el tema; y por esa misma razón títulos como el de Truffaut poseen una vigencia generacional limitada. A mí me ha tocado La noche americana y no habrá otra que la pueda desplazar.
En esta crónica de un rodaje no falta ninguno de los arquetipos habituales del género: una joven y pujante actriz de Hollywood (Jacqueline Bisset) es el principal atractivo de cara a la taquilla y determina por ello el presupuesto de la película, una vieja diva del cine europeo emocionalmente inestable, un antiguo galán que trata de mantener su porte en papeles que le vienen grandes, un protagonista inmaduro y con problemas de autoestima, un equipo de rodaje que se conoce hace tiempo y sobrelleva con paciencia sus respectivas manías... Y en medio de todos ellos el director --papel que se reserva el propio Truffaut y que es un claro homenaje a Luis Buñuel--, que debe hacer sentir a cada cual su especial y única contribución al filme y de paso resolver, abordar y sortear todo tipo de problemas e imprevistos. Y por si fuera poco reescribir el guión. Tal y como lo confiesa su personaje en un momento del filme: un director de cine es una persona a la que le están haciendo preguntas constantemente y urgiéndole a que tome todo tipo de decisiones instantáneas. Su trabajo se parece más al de un showman a cargo de un circo de tres pistas que al de un reflexivo creador.
La película, por otro lado, narra los principales hitos de un rodaje: la planificación de fechas, sujeta a la disponibilidad de actores y decorados, la organización del trabajo en unos estudios, el rodaje en exteriores, la intendencia en los hoteles, el visionado de las escenas en la sala de proyección... Siempre mediante escenas ágiles, llenas de gente que entra y sale de plano, cada cual con sus problemas y obsesiones: la script alocada, la extraña mujer del director de fotografía, la ayudante de dirección sacrificada y eficaz --una jovencísima Nathalie Baye-- quien por ciento sucumbe a las torpes insinuaciones de uno de los técnicos en el momento más inoportuno. Es una escena muy secundaria y con un sutil tono cómico pero que recuerdo vivamente por el morbo que me provocó la imagen de la actriz en ropa interior a la orilla del río.
En realidad, con esta película, Truffaut rinde tributo a su propia idea del cine, compatible con la figura del cineasta-artista que defendía la teoría de autor, y que la Nouvelle Vague (de la que él mismo formaba parte) se había encargado de popularizar una década antes: películas hechas de anécdotas, experiencias personales, momentos intensos, paradójicos y definitorios (especialmente durante la adolescencia) que determinan el presente sentimental que narra el filme. Un cine hecho con equipos de rodaje que son como una gran familia que deben aprender a convivir; un caos no necesariamente controlado que únicamente cesa, como por arte de magia, ante la palabra «¡Acción!», cuando los problemas, las angustias y las alegrías quedan momentáneamente interrumpidas y todo el mundo contiene la respiración. Son instantes en que una ficción perfecta consigue sobreponerse a una imperfecta realidad.
Viendo La noche americana uno comprende hasta qué punto la improvisación y los imponderables influyen en la creación cinematográfica, de manera que las escenas que parecen mejor diseñadas son fruto de la desesperación o de una sugerencia escasamente valorada. Claro que estamos hablando de un cine intimista que ya casi no se practica (a no ser para hacer ostentación de ello durante el making off) que habla de dramas cotidianos, en las antípodas de las superproducciones actuales en las que todo está diseñado al milímetro. En este cine hecho a la antigua un inesperado ataque de nervios de la estrella puede servir para reescribir unos diálogos, la muerte de un actor trastocar todo el sentido del filme, o un embarazo inoportuno la coherencia de una escena poco importante... Así eran también las películas que hacía Truffaut, con la única diferencia de que sus guiones eran mucho mejores que lo que Os presento a Pamela da a entender.
Y finalmente la banda sonora: yo no entiendo mucho de música, pero sí de lo que ésta me sugiere, y la de Georges Delerue creo que establece el mejor contrapunto posible a las imágenes del filme. Quizá por eso en la Grande Chorale (el fragmento sonoro más conocido de la película) imita al maestro de la contrapuntística para expresar, a través de las melodías independientes propias de esta técnica, los diferentes trabajos que se requieren para la preparación de una escena. Cuando confluyen armónicamente en el crescendo final la escena muestra una cámara elevándose sobre la grúa, lista para iniciar el rodaje, e intuimos que se acerca el momento en el que el director dará la orden y entonces todo calla y todo estalla («le cinéma règne» decía Truffaut): es el instante sagrado de la ficción, esos minutos privilegiados (quizá también cuando conectamos tanto con una película que sentimos que nos pertenece) en los que la realidad tiene menos valor que lo imaginado. Esa escena es otro de mis momentos cenitales absolutos. Curiosamente, su enorme parecido con la banda sonora de Retorno a Brideshead de Geoffrey Burgon fue uno de los motivos que me engancharon y me hicieron adorar la serie de TV. Para mí, ambas expresan a la perfección ese sentimiento que tanto el filme de Truffaut como la serie destilan por todos sus fotogramas: la nostalgia de un tiempo pasado y feliz de imposible restitución. Truffaut y Delerue consiguen gracias a esa combinación de música e imágenes una de las más depuradas expresiones del gozo de hacer películas.
De entre la infinidad de filmes sobre el mundo del cine --y dejando de lado dramas o comedias ambientados en el mundo de los rodajes, como Cantando bajo la lluvia o Tootsie-- hay que distinguir en primer lugar aquellos centrados en las tumultuosas vidas de las estrellas de cine, sus rivalidades y sus luchas por la fama, como Ha nacido una estrella, un argumento clásico (el ascenso de una actriz frente al imparable declive de su marido, también actor) versionado sucesivamente por William Wellman en 1937, George Cukor en 1954 y Frank Pierson en 1976; y tres títulos clave de la mejor época de Hollywood: El crepúsculo de los dioses de Billy Wilder, La condesa descalza de Joseph L. Mankiewicz y Dos semanas en otra ciudad de Vincente Minnelli. En segundo lugar, están esas otras que retratan el rodaje de una película y de paso la superficialidad de un mundo cortocircuitado por el dinero y el deseo de triunfo a cualquier precio. Suelen ser argumentos ideales para comedias amables y levemente críticas en la que al final todos los personajes salen mejorados y aprenden alguna que otra lección --Los viajes de Sullivan de Preston Sturges, Dulce libertad de Alan Alda--, aunque también dan juego para la parodia --Ed Wood de Tim Burton-- y hasta para el sarcasmo inmisericorde, historias protagonizadas por arquetipos en lugar de personajes, en las que no queda títere con cabeza: El juego de Hollywood de Robert Altman, State and Main de David Mamet. Otro grupo más reducido está compuesto por filmes que, al hilo de experimentaciones filosóficas del más alto calado, aprovechan para reflexionar acerca de la naturaleza del cine como arte, la función social del cineasta o el estatuto epistemológico de la ficción cinematográfica: Fellini 8½ de Federico Fellini es quizá el título más emblemático de este bloque, aunque en el cine español se le acerca mucho El espíritu de la colmena y en el polaco El hombre de hierro de Andrzej Wajda. En clave más amable y digestiva destacan Recuerdos de una estrella de Woody Allen, y Tristram Shandy: A Cock and Bull Story de Michael Winterbottom. Y por último esas películas que rinden homenaje al espectador, a las sesiones de cine que jalonaron nuestra infancia y adolescencia, descubriéndonos --eran otros tiempos, hoy el cine no sirve para eso-- el mundo que se abría más allá de nuestras pulsiones hormonales: Vida en sombras de Lorenzo Llobet-Gràcia, hecha desde el amateurismo más sincero y apasionado, El embrujo de Shanghai de Fernando Trueba, marcada por el escapismo forzoso de una época secuestrada en lo político y en lo social y, por encima de todas, Cinema Paradiso de Giuseppe Tornatore: un filme que permitirá a su director figurar en todas las historias del cine porque fue capaz de combinar magistralmente todos los matices de la nostalgia que los demás sólo rozan tangencialmente. Igual que Cinema Paradiso es la película definitiva sobre la cinefilia, La noche americana lo es sobre el oficio del cineasta-artista.
Dejo para el final el más conmovedor de todos los homenajes porque no es ni evidente ni se expresa mediante un filme: es de Wes Anderson y pertenece a uno de los spots de American Express de la serie My Life, My Card. Se trata de un plano secuencia (uno de los recursos favoritos de Truffaut) en el que explica --con su característico humor surreal-- algunas peculiaridades sobre el arte de rodar películas mientras suena el mismo fragmento musical de Delerue. Sutil e inteligente, triste y alegre al mismo tiempo, como el acto mismo de hacer cine.