Si digo que el título de este texto son conceptos extraídos del proyecto pedagógico de la escuela de mi hija todo parece encajar mejor con esta película reivindicadora del sentido común como principal criterio orientador en la educación. Profesor Lazhar (2011) fue finalista en la última edición del Oscar en la categoría de filme en lengua extranjera, y podría haber ganado si no se hubiera cruzado Nader y Simin. Una separación (2011). Antes de entrar en materia, señalaré una curiosidad: el cine canadiense más reciente que triunfa internacionalmente esté basado en obras de teatro: Profesor Lazhar es una pieza del año 2002 de Evelyne de la Chanelière, mientras que Incendies (2010) supuso el debult en 2003 del dramaturgo Wajdi Mouawad.
Para la generación a la que pertenezco resulta reconfortante comprobar que todavía hay defensores de una manera de enseñar que parecía olvidada de tan lejana que queda en el tiempo. La infructuosa sucesión de reformas legistativas (con más criterio político que pedagógico) y la evidencia del fracaso de la integración multicultural en la escuela hacen pensar que no estamos tan lejos de necesitar recuperar modos de hacer que parecían obsoletos, injustos o directamente conservadores.
Bashir Lazhar en un argelino que acaba de solicitar asilo político en Canadá y que consigue, contra todo pronóstico verosímil, el puesto de maestro en una escuela de clase bien en Québec. Parece un advenedizo sin demasiada experiencia, más bien un oportunista, y las razones que le han llevado hasta allí todavía más. Todo se conjura para hacer que desconfiemos de él pero, como suele ser de recibo en estos filmes --escritos y montados para quebrar nuestras expectativas/prejuicios-- resultará que puede aportar mucho más de lo que estamos dispuestos a concederle de entrada. Lazhar --amable, tímido, sensible-- es uno de esos personajes en los que no basta el retrato que de él hace el guionista, sino que es necesario un actor --Mohamed Fellag un actor de dilatada filmografía en Francia-- que lo encarne con aplomo y consiga transmitir el que probablemente sea el sentimiento más difícil de representar en el cine: la intimidad desamparada y afectuosa.
Lazhar no encaja en una escuela en la que los maestros tienen prohibido tocar a los niños, a pesar de los graves problemas que eso suponga en alguna asignatura (y si no que se lo digan al profesor de gimnasia). Acostumbrado a expresar sus oponiones sin filtro y a decir lo que piensa sin pensar lo que dice sus palabras son a menudo malinterpretadas o mal recibidas por su sinceridad. Lazhar todavía cree en la disposición clásica de los pupitres, los dictados a partir de autores clásicos, las entrevistas con los padres en las que no todo son alabanzas hacia sus hijos. Todo esto, sin embargo, no convertirá a Lazhar en el potencial líder de un cambio pedagógico, ya que es una persona que ayuda a unos niños que han sufrido un grave trauma pero que, a su vez, en lo más íntimo, necesita de el mismo tipo de ayuda que sus alumnos.
Profesor Lazhar es una película muy contenida en lo dramático, renunciando a los habituales argumentos (tramas que avanzan en paralelo y confluyen en un final de superación y reconstrucción sentimental positiva) y golpes de efectos del cine estadounidense; la escena inicial --resuelta en un plano sostenido de dudosa verosimilitud dramática-- es un ejemplo perfecto. Y lo mismo el final, una escena que parece abocar toda la carga dramática hacia la típica perorata de profesor a sus alumnos sobre grandes y profundos temas vitales, pero que se limita a la lectura de una fábula --de significado prácticamente inocuo para los niños-- pero de una simplicidad que suple a la perfección la intensidad dramática que requiere la escena. Qué lejos la ingenua charlita al final de La piel dura (1976) de Truffaut, o el día a día en un internado de 1944 que asomaba tras la trama principal de Adiós muchachos (1987) de Malle, con la que coincide (no sé si como homenaje consciente) en la elección de un fragmento musical de Schubert --Momento Musical Nº 2-- de la banda sonora.
A pesar de unos objetivos tan ambiciosos, Falardeau aún dispone de tiempo para poner en evidencia nuestra estupidez en temas como el multiculturalismo: una compañera de trabajo intenta dárselas de progre animando a Lazhar a reivindicar la cultura de su país de origen; y él, a cambio, le ofrece una réplica tan simple en su contenido como devastadora por su efecto: para el que emigra, lo único que hay por delante es un viaje y unos papeles que conseguir; lo que se deja atrás es una carga que se trata de olvidar. No hay ni orgullo ni ganas de reivindicar nada. Nuestra insistiencia en la cultura de origen es pura mala conciencia sobre las consecuencias del colonialismo disfrazada de tópicos conversacionales tan arraigados que nos creemos que son ciertos.
Lazhar posee esa actitud disponible (presentarse como una persona al alcance de las preguntas de sus alumnos, algo que directivos de empresa y políticos deberían plantearse como requisito), está atento (observa lo que pasa a su alrededor) y acompaña (se preocupa, reacciona e involucra a los alumnos en un proceso y en una evolución). Palabras sencillas, conceptos complejos, película meritoria.