Tener hijos pequeños te sume en una nebulosa vital equiparable a lo que sería una resaca crónica.
Dormir es eso que no hiciste cuando conociste a tu maromen y por lo que ahora te flagelas melancólica.
En la cocina eras creativa, a tu ritmo y con picante. Ahora decidir los menús te produce urticaria y a duras penas aguantas el instinto asesino cuando tus anexos vitales te contestan eso de lo que tú quieras, nos gusta todo.
Lavar la ropa era ese proceso necesario y prometedor y ahora te supone deliberaciones mentales dignas de un ingeniero en biología atómica (y una fortuna en Vanish).
Los fines de semana eran templos del descanso y retoce. Ahora te has buscado el ginecólogo más concurrido del lugar, a ver si tienes suerte y te toca esperar mínimo una hora en cada visita.
Todo el día de acá para allá, con ojeras, cara lánguida y agotamiento a tutiplén, que te hablan del Nikkei y contestas que, lo sientes, pero no lo conoces todavía, es que desde que tengo niños no estoy muy puesta yo en marcas de bikini.
Pero la Naturaleza es sabia y una interesada de cojones, además, y no iba a dejar a esas delicadas criaturitas en manos de unos pseudozombies ibicencos así sin más.
No se confundan que no es ni su olor lactoso, ni esas bolitas que tienen por dedos del pie, ni esos mofletes comestibles ni esa pelusilla adorable detrás de la oreja. No depende de ellos, sino de nosotros.
A los padres, ya en el paritorio, se nos activa una app de serie (y gratuita, oigan) conocida como actitud olímpica – o autosugestión eficaz, como ustedes prefieran – que consiste, así a grosso modo, en inventarse y creerse miles de etapas absurdas e imaginarias e ir superándolas con alegría y optimismo. Como si después de cada una quedase menos (y no nos pregunten para qué o se llevarán un sopapo en toda la boca).
Como cada progenitor es un mundo, las tienen de todos los tamaños, formas y colores, algunas individuales y otras más o menos universales y comentables; desde la primera noche, el primer miconio, la introducción de la tortilla o el primer pedo consciente.
Lo que, sin embargo, me trae de cabeza a mí estos días – o años – es el después de una de las universales y comunitarias. Una de esas que se preparan con esmero, sobre la que se lee y escribe y se pregunta a las profesoras; y que (casi) siempre se afronta en verano.
Por si no lo habían pillado todavía, me refiero al después de la Operación Pañal. Porque todo el mundo habla de lo chungo que ha sido quitárselo, de los pises que ha recogido hoy y las cacas que han aterrizado en la piscina, de si prefiere orinal o váter y ya. Cuando el pañal desaparece nadie vuelve a hablar del tema. Fueron felices y comieron perdices. Happily ever after.
Y un huevo.
Después de haberle retirado con éxito el pañal a Destroyer, acabo de jurar sobre el 1080 que el del Rizo se lo quite él cuando se independice.
No pongan esa cara, que tengo toda la razón y en el fondo lo saben. ¿O me van a contar ahora que se les simplificó su vida cuando el gormiti pedía pis y caca a todas horas? ¡¿a todas horas?!
Porque es que para colmo, cuando un niño recién desapañalado dice que quiere caca, tienes exactamente 4 nanosegundos para sentarle en un trono o idear un plan B.
Y ahora digánme ¿cuántos tronos hay en el supermercado? ¿en la piscina? ¿en la panadería? ¿en el parque? ¿en TU coche?
Si además tienes a tu cargo y riesgo a un preescolar desatendido que intenta recuperar intimidad con su madre negándose a independizarse en limpieza de culo y a un ni-ni (ni bebé ni niño) acróbata y gritón, la cosa se complica.
No les contaré las estratagemas que he tenido que idear para salir airosa y más o menos limpia de los quiero pis quiero caca inoportunos porque sé que muchos de ustedes conservan la ilusión y la alegría y se merecen unas palmaditas en la espalda.
Pero sí que tengan cuidado, que intenten desconectar y no llevarse la casa al trabajo, que el respingo general en la oficina cuando le he soltado a mi jefe a voz en grito que ahora mismo volvía, que tenía que kurz piseln ha sido olvidable. Pá cagarse, vamos.