Rainer Werner Fassbinder, nacido en 1945, comparte con otros cineastas alemanes de su generación (Werner Herzog, Wim Wenders, Volker Schlöndorff…) la condición de desarraigado en su propio país. Llegado al mundo en plena posguerra y crecido al tiempo que se desarrollaba política, económica, social y culturalmente la nueva República Federal Alemana en el seno del bloque occidental encabezado por Estados Unidos y la OTAN, en primera línea, además, frente al hemisferio comunista, vivía, como el resto de su país, de espaldas al más reciente periodo nazi, omitido prácticamente en cualquier aspecto de la vida diaria, y sumergido en el mismo centro de la invasión cultural norteamericana. Como sus compañeros, esa obligada mirada hacia adelante, esa inducida inmersión en un sistema ajeno de principios y valores dentro del capitalismo más puro, generó un importante componente de desorientación y búsqueda de sentido colectivo que trató de paliar dirigiendo su atención crítica tanto a la realidad tangible de la versión colonial de su país, pretendidamente sin pasado, como a la del ente colonizador, los Estados Unidos del plan Marshall y la carrera armamentística. Esta doble perspectiva es la que asume Fassbinder al recuperar la novela El profesor Unrat de Henrich Mann y su más célebre versión cinematográfica, El ángel azul (Der blaue Engel, Josef von Sternberg, 1930), para llevarla a la Alemania de 1957, bajo el mandato de Konrad Adenauer como canciller, y construir el segundo capítulo de la llamada «Trilogía de Alemania Occidental», junto con la anterior El matrimonio de Maria Braun (Die Ehe der Maria Braun, 1979) y la posterior La ansiedad de Veronika Voss (Die Sehnsucht der Veronika Voss, 1982). Convertido ya en un director de prestigio reclamado y galardonado en los principales festivales y certámenes, realiza en esta trilogía una desoladora radiografía de la sociedad alemana, marcada por la acelerada y exitosa reconstrucción económica, la hipocresía moral y la memoria selectiva sobre el pasado reciente a través de figuras femeninas que encarnan el deseo irracional y son espejo del ansia de trampolín económico y social, asimilando erotismo y sexo con poder y capitalismo y, en el caso de Lola, otorgando un protagonismo central al fenómeno de la prostitución.
Una vez más, Fassbinder vuelve al melodrama clásico de Hollywood, sobre todo a su plasmación en la obra del alemán Douglas Sirk, de sus colores saturados (el director de fotografía, Xaver Schwarzenberger, diseña una paleta de fuertes tonalidades rojas, rosas, azules y verdes que refleja tanto el artificio de la prosperidad como la represión emocional de sus personajes; no puede entenderse el cine de Almodóvar sin la influencia, y sobre todo sin la ausencia, de Fassbinder), sus iluminaciones expresionistas y sus encuadres geométricos, dominados por composiciones muy cuidadas que combinan elementos kitsch de posquerra con un romanticismo decadente, como adecuado vehículo para el despliegue de su carga crítica: el cabaret-prostíbulo de una pequeña ciudad bávara en el que transcurre la parte más significativa de la acción, un local donde se canta, se bebe, se fornica y se olvida el mundo exterior, ejerce de elocuente metáfora de un país en venta, rendido al mejor postor; los cuerpos son mercancía y mecanismo de ascenso social. En este marco, Von Bohm (Armin Mueller-Stahl), un funcionario inflexible e incorruptible, llega a la localidad para supervisar los proyectos de reconstrucción de las zonas urbanas más dañadas por la guerra, que algunas de las figuras más preeminentes de la ciudad, el entramado corrupto liderado por el empresario Schuckert (Mario Adorf), pretenden aprovechar para enriquecerse gracias a la especulación inmobiliaria. No es el único antagonismo entre ambos: Von Bohm se enamora de Lola (Barbara Sukowa, en una excelente y esforzada interpretación), una cantante y prostituta del cabaret, sin saber cuál es su verdadera profesión y desconociendo que ella es, precisamente, la amante de Schuckert, que a su vez mantiene económicamente a su madre y a su hija. Este triángulo amoroso simboliza así la relación entre moral, poder y deseo en la Alemania del milagro económico, a la vez que el tono de melodrama sirve para desmontar las ilusiones de progreso y pureza moral que la sociedad alemana intentaba convertir en señas de identidad.
Sátira sobre la corrupción y el pragmatismo moral de la Alemania reconstruida, Fassbinder muestra cómo los ideales se diluyen en la conveniencia y el amor se convierte en simple transacción. A diferencia, sin embargo, de otras películas suyas más frías y asépticas, la mirada hacia los personajes posee cierta calidez y signos de una ternura que incluso abarca a los más negativos: Lola, pese a su cinismo, posee una gracia y una vitalidad que la hace sobrevivir en un entorno dominado por hombres hipócritas que, en el fondo, se venden igual que ella y, seguramente, por motivos más censurables. La película representa así una especie de alegoría de la prostitución del espíritu alemán: la reconstrucción material se paga con la pérdida de integridad moral en nombre de una falsa idea de progreso material. Lola es el polo de la tensión entre deseo y moral, entre erotismo y política; como la imagen que Alemania pretende dar de sí misma, es deseable y pragmática pero taimada y mentirosa; sin embargo, no usa la seducción para destruir al hombre desde la sensualidad, sino que lo manipula y lo convierte al clima de falsedad generalizada para que pueda sobrevivir, y ella junto a él. Por su parte, el funcionario Von Bohm encarna la racionalidad burocrática del nuevo Estado, aunque termina integrándose en el sistema corrupto que aspiraba a regenerar. Schuckert, en cambio, es perverso pero sincero, íntegro a su manera, un golfo simpático, no traiciona ni se traiciona en cuanto a lo que se puede y no se puede esperar de él. No le importa pagar generosamente la cuenta si el flujo de sus ingresos mantiene intacto su engranaje. Importante, en cuanto a los anhelos de asimilación del sistema capitalista en competencia con los Estados Unidos, es el personaje secundario del soldado norteamericano (Günther Kaufmann), omnipresente recordatorio del modelo a seguir, de un ideal que realizar, que a su vez simboliza en su condición racial la contradicción de esos mismos ideales en la segregada sociedad norteamericana de la posguerra. El modelo al que se aspira es una maquinaria fallida, un motor gripado, un mecanismo viciado en origen.
El artificio visual y el tono irónico permiten que la película supere la mera apariencia de simple historia de amor y corrupción. A diferencia de la obra de Sirk, Fassbinder no busca solo la simple catarsis moral o el regocijo del público en las penas emocionales de los, en teoría, mucho más social y económicamente afortunados, ni siquiera la ácida crítica al sistema económico y social, sino revelar los sentimientos como instrumentos de poder: el funcionario «ejemplar», la encarnación de la virtud (su carácter reprimido es un retrato individual de la represión colectiva de los alemanes sobre su pasado por medio del consumismo), se convierte en cómplice, mientras que la prostituta, la imagen del pecado, asciende socialmente, se redime, triunfa, pasa a formar parte de la aristocracia del dinero. Ambas posiciones previas se igualan en el terreno común de la prosperidad por mera conveniencia, simple ficción imprescindible, un autoengaño común necesario para conservar vivos los hilos de la circulación del capital y los mecanismos del placer, tal como exige Schuckert. Este fracaso general no es motivo de drama sino campo abierto para el espectáculo; el cine como espejo deformante en el que la Alemania del bienestar pueda mirarse adecuadamente maquillada a su gusto, la música y la alegría no llegar a ocultar la alienación y el vacío de quienes festejan en el burdel. La película entrelaza la economía con la moralidad, los intereses pecuniarios y políticos con los afectos y el contacto corporal. El capitalismo no es una fuerza bruta sino pura seducción, satisfacción del deseo, sometimiento voluntario a cambio de alimento del propio placer; a diferencia de sistemas como el fascista o el comunista, el capitalismo llena al sujeto (al que posee medios para ser incorporado al sistema; el resto de seres son desechables) de cosas materiales y de un confort que teme perder ante cualquier alteración social o económica, de ahí su naturaleza mayoritariamente conservadora. La seducción como el más eficaz instrumento de dominación.
