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Adiós al muro: Kolya (Kolja, Jan Svěrák, 1996)

Publicado el 02 diciembre 2024 por 39escalones
Adiós al muro: Kolya (Kolja, Jan Svěrák, 1996)

Conviene decir en primer lugar de esta inesperadamente exitosa y multipremiada película checa de 1996 (Oscar y Globo de Oro a mejor película de habla no inglesa, entre otros mucho galardones, nominaciones y abundantes cifras de taquilla) que su historia es de lo más simple y predecible: un hombre maduro que siempre ha vivido solo y a su antojo tiene que hacerse cargo de manera sobrevenida de un niño al que no le une lazo familiar o afectivo de ningún tipo. La estructura y la factura visual del filme son asimismo de lo más sencillas, incluso demasiado: el guion, más que evolucionar y enriquecerse en complejidad, se limita a reflejar distintos episodios (las elipsis son casi siempre intrascendentes) de un devenir argumental perfectamente previsible desde el inicio, sin continuidad real, sin una lógica narrativa o causal que vaya alimentando un desarrollo dramático en personajes y situaciones abundante en matices, lecturas o interpretaciones; por su parte, la fotografía es correcta, va dirigida al retrato realista, con ciertos elementos de lirismo en el uso de la luz natural y con instantes de gran belleza estética, de la vida en la Checoslovaquia de los últimos tiempos del régimen comunista aliado de Moscú. ¿Cuáles son, por tanto, las virtudes que explican la buena acogida de público y de crítica, y también del tinglado mediático y de premios? De un modo secundario, su sentido del humor, muy comedido y somardón pero de un sentido muy significativo que permite eludir cualquier tentación de sensiblería, en la línea irónica y costumbrista que los grandes maestros checos (Forman, Némec, Menzel, Reisz, Švankmajer…) dieron a sus películas en los desestalinizados años sesenta por oposición al cine plomizo y propagandístico que les venía impuesto desde la Unión Soviética, durante esa breve chispa de libertad que los tanques rusos liquidaron por la vía rápida en la llamada Primavera de Praga de 1968. En primer término, y ahí radica su gran virtud, en la acertada aplicación de una fórmula no por más manida menos eficaz: el entrelazado de acontecimientos históricos y políticos con la vida privada de los personajes, que se ven condicionados y enfrentados a los avatares externos que inciden en sus aspiraciones y frustraciones personales; en este caso, se trata la llegada de la Perestroika, la inminente caída del muro de Berlín, el hundimiento de la Unión Soviética y del bloque comunista y la desaparición de la dictadura que llevaría al poco tiempo a recuperar la escisión entre la República Checa y la de Eslovaquia. Y el detalle sobre el que pivota todo es de lo más elocuente y lúcido: lo que convertiría a la película en una comedia dramática anodina y mil veces vista que algún canal televisivo sin escrúpulos pudiera programar en sus bochornosas sobremesas del fin de semana, adquiere una dimensión mucho más profunda y rica mediante un elemento sustancial. El hombre maduro es checo; el niño es ruso. El pilar central del guion, que sería de índole exclusivamente folletinesca si se tratara de un niño también checo, se beneficia así de una lectura en apariencia secundaria pero de todo punto relevante, más interesante, retorcida y mordaz. Es la piedra angular sobre la que se construye una película que de otra manera carecería de mayor aliciente.

Así, buena parte del mérito de la película no radica en su director, Jan Svěrák, sino en su padre, Zdeněk, carismático protagonista y autor exclusivo del guion, figura predominante durante todo el metraje gracias al poder de su presencia en pantalla (casi da la imagen de un Sean Connery centroeuropeo), y que ya había colaborado decisivamente en los trabajos previos de su hijo, al igual que haría en algunos de los posteriores. Zdeněk logra despertar y mantener la atención a pesar de la colección de lugares comunes que contiene la historia: Franka Louka es un violonchelista que, expulsado de la Filarmónica debido a algún oscuro suceso del pasado, probablemente aderezado con tintes políticos, malvive pluriempleado en la Praga de 1988. Endeudado debido a los gastos que ha generado la conservación de la maltrecha y envejecida casa familiar, en la que todavía vive su madre (Stella Zázvorková), para evitar que el Estado la requise, toca el violonchelo en los funerales que contratan acompañamiento musical y se ofrece como restaurador del pigmento dorado de las letras de las tumbas de uno de los cementerios de la ciudad. Franka es un solitario que disfruta de su soltería, y en su torre, el último piso de un populoso edificio, se solaza a gusto con las amantes de su amplia agenda de contactos, y también es un pícaro experto en mantener al día sus encuentros amorosos y en el arte de sobrevivir gracias al dinero prestado, precariedades ambas, sentimental y material, que oculta a su madre explicando sus largas ausencias como giras de la orquesta en la que ella cree que su hijo sigue tocando. Sin embargo, una suma de circunstancias (la necesidad de liquidez para acometer nuevas reparaciones en casa de su madre y la adquisición de un automóvil de segunda mano, uno de esos Trabant de cartón fabricados en la Alemania Oriental) le inducen a aceptar la oferta de un compañero de trabajo Broz (Ondrej Vetchý), uno de los enterradores del cementerio, y prestarse a un matrimonio de conveniencia con Nadezda (Irina Bezrukova) una joven y hermosa rusa, madre de un niño pequeño, Kolya (Andrej Chalimon), que desea obtener papeles checoslovacos para poder viajar a Alemania Occidental, algo que desde su país de origen resulta imposible, bajo la promesa de obtener el divorcio en seis meses. Una dupla de azares, sin embargo, frustra este plan: Nadezda ha emigrado a Occidente, pero su madre, que se encargaba del niño, muere súbitamente, y Franka se ve obligado legalmente a ocuparse del hijo de su todavía esposa.

En ese punto comienza una especie de Kramer contra Kramer (Kramer vs. Kramer, Robert Benton, 1979) a la checa, un camino de reconocimiento mutuo y afecto progresivo encaminado a un entendimiento total, para lo cual Franka debe renunciar a su díscola vida mientras Kolya se hace a su nueva realidad en Praga acogido por un extraño. Todo ello salpicado de los tópicos más corrientes: efecto de la ausencia de la madre, alteración del orden y de las ocupaciones cotidianas, inoportunas interrupciones de los distintos affaires amorosos, intentos de evitar el problema y colocar al niño en otro sitio (desde un orfanato a la casa de su madre, a la que intenta engañar convenciéndola de que Kolya es un niño refugiado de la guerra de Yugoslavia), crisis total en forma de enfermedad de riesgo, súbita toma de conciencia de su soledad y propósito de enmienda de rehacer su vida provocados por el recién descubierto afecto real por el niño… Así, las convenciones dramáticas y visuales se suceden: el niño que se rebela a su situación, negándose a comer (aquí caben las únicas elipsis sustanciosas del filme) y a cogerse de la mano del adulto al cruzar la calle; la nostalgia por la vida perdida (el niño solo se encuentra a gusto en la estación del metro que presenta un enorme mural de la Plaza Roja de Moscú); el encuentro con los soldados soviéticos en el pueblo de la madre, que viven sin saberlo sus últimos meses en el país; el acercamiento emocional a Klára (Libuse Safránková), la cantante del grupo con el que toca en los funerales, una mujer casada con la que tiene una relación fijo-discontinua; el extravío del niño y la angustia por encontrarlo; la celebración de su cumpleaños, los regalos y el progresivo cambio de actitud mutua… Este perfil de la película contiene alguno de sus mejores momentos (cuando Franka llama a la única de sus amantes que sabe ruso para que le cuente por teléfono un cuento al irse a la cama) y probablemente el peor (cuando Kolya, desesperado, usa la alcachofa de la ducha como un teléfono con el que mantiene, entre sollozos, una conversación ficticia con su madre), pero acierta en lo esencial de huir de toda manifestación excesiva de sentimentalismo, sustituyéndolo por un humor socarrón (el retrato del padre de Franka en casa de su madre, que se viene abajo cada vez que se menciona a los soviéticos en una conversación; la casa de Broz, llena de hijos y de animales adoptados; las charlas con Houdek (Ladislav Smoljak), que lamenta no haber luchado en la clandestinidad y con mayor determinación contra la opresión de la dictadura comunista, cuyo final «inminente» lleva vaticinando varias décadas) que dota a la película de equilibrio emocional y la aparta de la emotividad hueca.

Las conversaciones entre Franka y Houdek son uno de los recursos mediante los que director y guionista introducen el elemento fundamental de la película, que no es otro que el cambio de régimen simbolizado en los personajes, o bien los cambios en la vida de estos como resultante de las mutaciones en la superestructura política, económica y social en la que han vivido hasta entonces. Las noticias oídas por la radio sobre los sucesivos cambios políticos que anuncian la pronta marcha de los rusos (la televisión está ausente del metraje), el odio de la madre de Franka, y también de muchos otros personajes, aunque quizá no de forma tan enconada, por los soviéticos y la ocupación (la mujer no permite siguiera que los soldados entren a su casa para lavarse las manos de aceite de motor; otro simbolismo: no hay indulgencia posible para unas tropas con las manos manchadas de sangre), y sobre todo, la presentación realista, casi como crónica documental, de lo que implica la vida bajo un régimen comunista, desde los excesos de burocracia para cualquier cosa hasta la vida inmersa en la cultura de la permanente reparación, donde apenas existen artículos nuevos de consumo, en la que todo se recicla y se reutiliza. Esa vocación documental llega, sin embargo, al punto excesivo de registrar un epílogo innecesario a modo de final feliz, tanto para el país (las tomas de la plaza de Wenceslao de Praga, imágenes documentales reales, repleta de ciudadanos con banderas checas) como para el protagonista de la cinta (la rehabilitación profesional de Franka y la presencia de una embarazada Klára entre el público), y que, hasta cierto punto, malogra la adecuada construcción de un final, el de la despedida entre el niño y el adulto, siempre al borde de lo lacrimógeno pero sin llegar a traspasar esa línea determinante. Sí resulta crucial y redonda la imagen final, con la soledad y el desamparo de Franka reflejado en las puertas correderas del aeropuerto, simbólico punto de inflexión en una vida hasta entonces solitaria que ya no será nunca la misma. La película, que funciona todo el metraje en clave de simbolismo visual (uno más: las palomas como evocación de la paz, pero, sobre todo, de la libertad), actualizando así la tradición del cine soviético y del este de Europa, construido mayormente sobre el montaje y la metáfora visual, destaca igualmente en su faceta documental en una doble dirección: a la vez que evita recrearse en la Praga de postal para turistas, sí recoge sentires y estados propios de la sociedad checa de cualquier tiempo como la maestría de sus artistas en el arte de las marionetas (probablemente haya sido el cine checo el que más abundantemente y mejor ha tratado este género) o el amor por la música. La presencia reiterada de música en los funerales alude a lo que la música implica para la vida de los checos (tanto Franka como su madre complementan sus ingresos con clases de música), la abundancia de orquestas y grupos, el hecho de que gran parte de su población toca -mejor o peor- uno o varios instrumentos musicales. La música como símbolo de la vida de un país que recupera el pulso -como lo recupera la vida de Franka-, y precisamente a través de la música, también la alegría.


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