Creo que se acaba Aragoneses por el mundo. De las otras autonomías, no saben no contestan.
Puede que sea el comienzo del fin de la saturación reporteril-viajera. La tele española, cuando engancha un formato que funciona, lo exprime hasta que pierde toda su gracia. Y cuando ya ha perdido su gracia y huele a chotuno, lo retuerce un poco más hasta que sólo quedan las raspas. Y con las raspas hace un caldo. Y lo que sobra del caldo se lo echa a un arroz.
Se hacen parodias del género. Y parodias de las parodias. Y llega un momento en el que las parodias de las parodias suenan más frescas y verosímiles que el formato original.
Sospecho que los programas de reporteros aguantarán una temporada más, porque creo que aún quedan dos indigentes del barrio de las 3000 de Sevilla que no han salido aún fumando droga, y un ama de casa de Pontevedra que no ha explicado su receta de pulpitos con padrón. Pero, cuando salgan, el formato habrá muerto al fin y todos podremos descansar en paz.
En el caso de Aragoneses por el mundo, siempre recordaremos cómo los reporteros azuzaban a los protas para que dijeran algo bonito de su pueblo y cuánto lo echaban de menos, con resultados desiguales.
La cosa era más o menos así:
Reportero.- Bueno, ya hemos visto que vives en una ciudad espléndida de California donde has alcanzado un éxito tremendo en tu profesión, en la que te postulas como candidato al Nobel. Hemos paseado por tu agradable mansión, hemos conocido a tu esposa, que además de estar más buena que el pan, tiene cuatro premios Pulitzer, y a tus hijos, sanotes y felicísimos. También nos has presentado a tus muchos amigos, entre los que se cuentan Clint Eastwood y Martin Scorsese y hemos visto lo mucho que te quieren y te admiran en esta ciudad. Pero, dime una cosica: ¿a que estás deseando volver a Lumpiaque?
El aludido suele poner cara de circunstancias. Se le lee el pensamiento, que se transparenta en la frente. Piensa: “Ni de putísima coña vuelvo a poner yo un pie en ese agujero infecto que huele a bosta de ñu y donde mueren todos los sueños. No pienso volver ni en vacaciones”. Pero se ve obligado a decir: “Bueno… No sé… La vida, que da muchas vueltas, nunca se sabe”.
Uno de los momentos más delirantes que presencié en el programa fue cuando entrevistaron a un arquitecto que vivía en Los Ángeles. El buen hombre les llevó al Getty Museum y les enseñó un montón de sitios majos de la ciudad, pero al reportero sólo se le ocurrió preguntar: “Pero, bueno, tú, como arquitecto, estarás deseando volver a Aragón, que aquí no tienen el románico del Pirineo, ¿eh?”. La cara del arquitecto, que le acababa de enseñar edificios de Frank Lloyd Wright y rascacielos de formas imposibles, fue de poema.
¡El románico aragonés! Hay que joderse.
Provincianos por el mundo deberían haber titulado algunos capítulos. O La ciudad no es para mí. O La ignorancia, esa atrevida e impredecible furcia.
Había varios tipos de personajes en Aragoneses por el mundo (equiparables a los del resto de autonomías).
- El emigrante antañón. Los que se instalaron en los años 60 para no volver. Tienen cónyuges e hijos talludicos y criados en sus países de adopción, hablan con cierto deje de ese país y sus recuerdos de España son borrosos y desubicados. Se emocionan con facilidad cuando se les habla de su pueblo. Tienden a expresarse con una torpeza más que excusable y son unos pésimos cicerones que gustan de enseñar los tópicos más kitsch y de peor gusto de la ciudad en la que viven.
- El emigrante fashion-molón. Chóbenes sobradamente preparados con trabajos chulos muy bien pagados en ciudades modernas. Sus parejas suelen ser del lugar o de un tercer país, y llevan su mismo rollo. Están encantados con su vida y con su país de elección, pero son educados y no hacen cortes de mangas cuando les hablan de volver. En este grupo se encuadran también los cerebritos de postgrado con becas chupiguay. En general, son majos, habladores y excelentes guías turísticos. Conviene hacer caso a sus recomendacioens si se piensa viajar a esas ciudades.
Estas dos categorías sociológicas son las normales y las mayoritarias, pero, supongo que para rellenar, en muchas entregas se incluía una nueva, ciertamente fascinante: los erasmus.
Partamos de una premisa -que, como todas las premisas, se convierte en falsedad al generalizarse, pero que para hacer unas risas, sirve-: los erasmus pasan por un país, pero el país no pasa por ellos.
Los erasmus que salen en estos programas viven en pisos-comuna poblados por españoles. En la nevera tienen cientos de tuppers con comida de la mama. Hasta la cerveza que beben se la han traído de España, porque es más barata, y el único léxico que manejan del idioma del país que les acoge es el relacionado con to drink y con to fuck.
El guión siempre es igual:
El reportero les pregunta si echan mucho de menos Zaragoza. Y ellos prorrumpen en ayes y alaridos de nostalgia: “¡Muchísimo, muchísimo, esto es insoportable, aquí no hay sol y la gente habla raro!”. El reportero inquiere: “¿Lleváis mucho tiempo aquí?”. Y ellos contestan: “Llegamos la semana pasada”.
Después de enseñarles el piso, les llevan a la taberna McGiffin’s o McCartney’s o McKinnegan’s o McConan’s o McGregor’s. Siempre es una taberna irlandesa, aunque la ciudad esté en una isla del Egeo. Y allí, en torno a medias pintas de Guinnes (“no te puedes pedir una entera, que aquí todo es muy caro”), se juntan con otros trescientos españoles.
Sacas la conclusión de que su vida se desenvuelve entre el piso-comuna y la taberna McGiffin’s o McCartney’s o McKinnegan’s o McConan’s o McGregor’s, con alguna visita ocasional a la universidad en la que están matriculados. Creo que muchos vuelven a España sabiendo menos inglés del que hablaban al marcharse.
Hasta siempre, Aragoneses por el mundo, qué buenos ratos nos has hecho pasar, y a cuántos padres de erasmus has desengañado.