Comienzo este comentario poco después de aparecer en los medios de comunicación la noticia del inminente fallecimiento de Adolfo Suarez.
Compruebo que toda España (prensa, radio, televisión, políticos, pueblo en general) se ha conmovido ante el anuncio de la desaparición física de este personaje de la vida política española.
No es para menos.
Aunque tarde y no demasiado bien, se ha llegado a reconocer que Adolfo Suarez y el Rey, dirigiendo al pueblo español, fueron los artífices –hábiles y afortunados— de la transición política en España desde un régimen autoritario a una democracia.
Y ahora, cuando la perspectiva histórica permite analizar con mayor rigor y sosiego la obra y la gestión de Adolfo Suarez al frente del gobierno de España, su figura se agranda hasta límites extraordinarios.
No voy a relatar (ya mucho y muchos lo han hecho, y mejor que uno mismo) los hechos y actos en la política española de este abulense de pro, pero sí destacar que ha sido de los políticos más injustamente tratados durante su mandato en la presente etapa democrática española.
En aquellos tiempos en que asumió la presidencia del gobierno de España, que a tantos pareció una empresa descabellada y sin mínimas posibilidades de éxito, por su sospechada inexperiencia, Adolfo Suarez era un político de no de primera fila, adicto en apariencia a un régimen que se estaba consumiendo y era por tanto un dirigente que ofrecía “más de lo mismo”.
Aquella frase periodística de “¡Qué error! ¡Qué inmenso error!” que publicó el catedrático de Historia, Ricardo de la Cierva --bastante sectario en ocasiones-- al conocerse su nombramiento (aunque acabó siendo su ministro de Cultura, pradojas de la política), era un sentir casi general, porque pocos o nadie creían en las posibilidades de Suarez y mucho menos habían pensado que fuera la persona para conducir la transición política.
Tuve la suerte de vivir de cerca las inacabables sesiones de trabajo en el palacio de La Moncloa, en las que un grupo de aparentes “imberbes” de la política trataban de vertebrar una salida sin traumas hacia una democracia asentada en la monarquía parlamentaria, y comprobé que se trataba de personas de carne y hueso no demasiado famosas y sin "pedigrí", pero muy capacitadas y con grandes dosis de entusiasmo democrático, lideradas por un Suarez mucho más de carne y hueso, pero aun más avispado y valiente Todos ellos desplegaron su generosidad y prudente osadía para sobrepasar prejuicios y tabúes y arriesgar su propio porvenir personal y político, con el único fin de propiciar una España mejor y eludir lo que se presentaba como una inevitable confrontación, mediante la concordia de todas las gentes y tendencias.
A fe que lo consiguieron, y ahí quedan los treinta y muchos años de democracia que, de una u otra manera, con más o menos vaivenes, venimos disfrutando.
Y todo se debió a un líder tenaz y ambicioso consigo mismo y con su cometido.
Cuando una inmensa tristeza por su definitiva marcha se entremezcla con los recuerdos de aquellos tiempos y la emoción frustra cualquier intento de elegía especial, baste decir que Adolfo Suarez ha sido siempre recordado, pero ahora, con su definitivo anclaje junto a las estrellas –tan discreta, tan silenciosamente— ha sembrado su recuerdo perenne como un líder en la eternidad.
Llegado fatalmente el óbito de este ya mito de la historia de España, casi sorprende la rara unanimidad que su figura concita, porque de todas partes, desde todas las ideologías y partidos, se le ensalza como el gran artífice y gestor de la transición democrática, obviándose los recuerdos de tantas y tantas traiciones, zancadillas, maledicencias, deslealtades y agresiones que hubo de sufrir. Especialmente de entre los que se proclamaban sus compañeros de empeño y no eran más que unos ambiciosos medradores.
Esos elogios, esa presentación de trayectoria perfecta es lo que tristemente suele acontecer cuando alguien transita al Más Allá. Bien está.
Con Adolfo Suárez ha acontecido lo mismo, pero al menos su muerte, después de tantos años de su ausencia mental, ha servido para que el pueblo español y sus dirigentes hagan algo de justicia a un hombre bueno, valiente y osado, clarividente y leal, que, como tantas veces repitió y bien demostró con su trayectoria, “entre España y Adolfo Suarez, yo siempre he elegido mi patria”.
Adolfo Suarez ya ha traspasado los umbrales de la historia vivida y queda anclado entre el mito y la leyenda.
“La grandeza de un hombre está en relación directa a la evidencia de su fuerza moral”.- John Fitzgerald Kennedy (1917-1963) Político estadounidense.
SALVADOR DE PEDRO BUENDÍA