A sus 86 años, Roman Polanski no exhibe ni uno solo de los síntomas habituales del declive narrativo en un cineasta: selección de temas relacionados con la defensa de valores en recesión (los suyos propios), uso de recursos que reportaron fama y éxito en el pasado, demora expositiva e interpretativa, tendencia a irse por los cerros de Úbeda... Ni uno solo. Polanski es un cineasta en plenitud al margen de polémicas y críticas, una plenitud que supera con creces a la que se supone que debería haber demostrado en lo que debería haber sido su madurez biofilmográfica. El Polanski de ahora, en cambio, hace tiempo que ha comprendido que es mejor que su cine hable por él.
La novena puerta (1999), la anodina adaptación de El Club Dumas (1993) de Pérez-Reverte ha sido su último desacierto conocido; desde entonces encadena El pianista de Roman Polanski (2002), El escritor (2010), Un dios salvaje (2011) y La Venus de las pieles (2013). A cada guión sabe darle el tono y el estilo que mejor le encaja, y a todos ellos les otorga esa contundencia, esa eficacia narrativa que disfrutamos --sin adornos ni florituras-- y que repele toda autocomplacencia, cualquier tentación de recrearse el recursos técnicos o artísticos. Es necesario contar una historia, el espectador se merece todo el respeto y tiene absoluta prioridad: nada de engaños ni de adornos que diluyan una crítica incómoda o a contracorriente, ni dramatismo efectista para lucimiento del reparto o de su propio trabajo como director. Es curioso: Polanski y Allen representan vidas paralelas por las reacciones encontradas que despiertan sus respectivas personalidades públicas; en cambio, son totalmente lo opuesto en cuanto a vigor cinematográfico y creativo en general.
El oficial y el espía (2019) se atreve nada menos que con el caso Dreyfus, un acontecimiento que las generaciones actuales --sin más información que la que facilita la película-- no dejarán de considerar la historia como otro escándalo político, solo que ambientado a finales del siglo XIX; el típico filme con revolcón judicial y mediático que, por el camino, refuerza unos valores y hace una crítica política de alcance limitado. La diferencia es que el caso Dreyfus es el primer escándalo de la historia contemporánea al que tuvo que enfrentarse Occidente, concretamente Francia. No es solamente que en el centro de la controversia estuviera la cúpula militar del ejército francés, también el antisemitismo que crecía en las sociedades europeas de los años previos a la Primera Guerra Mundial, y sobre todo el baño de realidad que supuso para la opinión pública la evidencia de unas instituciones supuestamente intachables que manipulan, mienten y arruinan vidas sin pruebas. Gracias a las televisiones y a Twitter, estamos demasiado acostumbrados a la corrupción y al escándalo, porque ambos son materia prima informativa de primer orden. Sin embargo, para cualquiera al que le suene mínimamente el caso Dreyfus, la elección de Polanski añadirá algo de reto o de audacia: atreverse no sólo con El Escándalo (doble E mayúscula) por excelencia, sino hacerlo con dinero francés, interpelando directamente a la audiencia de su país de acogida. Pero hay más: el cineasta declarará lo que quiera en las entrevistas, pero es es inevitable que ese mismo espectador informado extrapole a El oficial y el espía una lectura paralela acerca de la autopercepción que tiene Polanski de su perfil público, dejando más que claro que hoy recibe el mismo trato injusto y degradante que Dreyfus en su momento.
Sobre la película: el primer acierto es renunciar a insertar la historia en el marco ideológico y social de la actualidad, destacando ciertos principios de progreso que pudieran hacer que la audiencia establezca correlaciones con el presente (el más evidente: no tratar a toda costa que los personajes femeninos tengan un protagonismo que no tuvieron. Por desgracia las mujeres en 1894 pintaban más bien poco en la sociedad francesa; pues en la película también). Otro acierto: poner en primer plano la coherencia y la obstinación de unos actos a contracorriente guiados por valores universales y una voluntad inquebrantable de transparencia y honradez, un clásico que atrapa a cualquier público. Se trata de recursos habituales de esa ficción --reivindicativa, pedagógica, intencional-- que añade una apariencia de objetividad documental a la voz ideológica que trata de imponer su punto de vista al relato sin declararlo abiertamente. Al contrario, en El oficial y el espía los personajes dan vida a lo que sabemos hoy de aquel asunto vergonzoso para el ejército que fue el caso Dreyfus. No es objetivo ni es la última verdad, pero la narración no enfatiza los típicos detalles poco conocidos o no investigados con la intención de que sean los asideros éticos en los que quede atrapado el espectador (personajes que mueren sin que se sepan las causas, líneas de investigación no desarrolladas, imprevistos dramatizados... el género histórico-político está repleto de argucias como estas...).
En España, este mismo género no habría resistido la tentación de tomar partido y hasta de ridiculizar a los militares, destacando lo absurdo de su ideología conservadora, enquistada en la jerarquía de mando. En el otro extremo, están esos retratos «modernos» del mundo policial/militar --comprometido con la democracia, respetuoso con las leyes, progresista, humano-- y que tanto juego está dando en toda clase de series protagonizadas por miembros de fuerzas y cuerpos de seguridad. No sabemos hacer otra cosa, como si no hubiera un inmenso territorio para la ficción entre ambos esperpentos. Polanski, en cambio, muestra al ejército francés como lo que era entonces: una institución potentísima, un pilar del Estado que todavía no había quedado en ridículo ni a merced del escarnio público. El filme los retrata con verosimilitud, sin añadir detalles contemporáneos que ayuden a decantar el punto de vista de la narración. El oficial y el espía se sitúa en las antípodas del cine histórico de mala calidad, el que pretende aleccionar, reivindicar y convertirse en un libro de texto, una guía audiovisual del pasado para quienes toman la ficción de la pantalla como el producto de una monografía histórica avalada por expertos. La verdad es que lo que se cuenta. Punto.
Y por último el legendario artículo de Émile Zola que presta su título al filme, la auténtica piedra angular a seis columnas sobre la que hoy descansa el periodismo combativo y reformista --el único aspecto de este asunto que hoy puede enorgullecer a Francia-- que aún se estudia en todas las facultades de Occidente. J'acusse...! es la prueba material de que la prensa puede jugar un papel clave en una sociedad libre y abierta, interpelando directamente al presidente de la República, denunciando y argumentando en contra de una verdad manipulada, revelando tramas ocultas a la opinión pública, sin importar las muy altas implicaciones que tenga para el Estado. Hoy día se escriben decenas de artículos así --en otro tono, claro-- al año, y no acaban con su autor en la cárcel, claro; pero el texto de Zola, por ser el primero, supuso una debacle, un anatema, un apocalipsis, el fin de una era... Si algo nos enseña la historia, es que, por muy enormes dimensiones que haya adquirido un fraude de Estado, detrás de él hay personas (funcionarios, gobernantes, militares, políticos...) y si, llegado el caso, es necesario que caigan, pues se contribuye a ello. Que la gente se indigne y vocee como si se acabara el (su) mundo, da igual, ya llegarán otras a sustituirlas, a hacerse cargo de lo que queda y tratar de restaurarlo. Y si no funciona pues vendrán otras... Así que tengamos perspectiva, informémonos y quitemos el IVA a los riesgos que implica liquidar gobiernos y Estados corruptos... De hecho, nunca son lo suficientemente grandes como para no merecer que los salven, al contrario que los bancos aquellos en 2008...
Con El oficial y el espía Francia ha tenido la valentía de acercarse sin dobleces ni memeces a un pasado que aún abrasa si se lo agita lo suficiente, un pasado cuyos rescoldos vuelven a prender por Europa. Polanski ha sabido mirar de frente a ese pasado y extraer, gracias a su película, lo único que se podía hacer: recrearlo en la pantalla sin importar las consecuencias.