Revista Ciencia

Afluenza, la enfermedad de la gente normal.

Publicado el 15 diciembre 2013 por Rafael García Del Valle @erraticario

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Un adolescente de Texas ha sido absuelto de ir a prisión por haber atropellado a cuatro personas, causándoles la muerte, mientras conducía borracho. Según la sentencia, el mozalbete padece “afluenza”, por lo que no debe ser castigado, sino sometido a rehabilitación.

Según la wikipedia, la afluenza se define como:

Sentimiento pesado y lento de insatisfacción como resultado de los esfuerzos de mantenerse al ritmo de la clase social y los bienes materiales de los vecinos, keeping up with the Joneses. 2. Epidemia de estrés, sobrecarga de trabajo (karoshi), despilfarro y endeudamiento causado por perseguir el “Sueño Americano”. 3. Adicción insostenible al crecimiento económico.

Dando un paso más allá, esta noción ha servido para que la defensa pudiera justificar la actitud irresponsable y prepotente de ciertos niños de familia rica que, educados en un ambiente de afluenza, son incapaces de comprender las consecuencias de sus propios actos por haber sido criados sin castigos y con exceso de protección.

Según el psicólogo que intervino en el juicio, al chaval le han consentido tanto que su idea de la vida es que el dinero puede comprar cualquier privilegio que se le antoje y que tal es su derecho, por lo que no tiene ni idea de qué va eso de lo correcto y lo incorrecto.

Al parecer, el concepto así entendido se puso de moda a finales de los 90 gracias al libro The Golden Ghetto: The Psychology of Affluence, de Jessie O´Neill, nieta de Charles Erwin Wilson, un antiguo presidente de la General Motors.

La autora escribe, a partir de su experiencia en primera persona y posterior formación como psicoanalista, sobre las disfunciones sociales y los daños psicológicos provocados por una vida fiel al “American Way of Life” y a la idea de que el dinero es un requisito esencial e imprescindible para la felicidad.

El libro se centra en el estudio de casos reales con una característica común: haberse criado en un entorno cuyo patrimonio fuese superior a los tres millones de dolares. Más que felicidad, la autora encontró otros rasgos semejantes a los vividos por ella: insuficiencias emocionales y sensación de infelicidad conducentes a todo tipo de adicciones, desde las compras compulsivas hasta la obsesión por acumular mezquinamente.

Sin embargo, considera O´Neill que los problemas de la afluenza no se limitan únicamente al reino de los multimillonarios, sino a los cientos de millones de personas convencidas de que más es mejor, a la defensa del tiempo como oro y la noción de que toda energía empleada en algo que no sea expandir y multiplicar los beneficios ha sido un derroche en vano. Si las aspiraciones no tienen límites, pues el deseo es infinito, nunca puede ser suficiente.

El debate despertado por la sentencia del tribunal de Texas tiene como base que la afluenza no está reconocida como enfermedad mental por el DSM-V, algo así como una biblia no oficial de los trastornos humanos, de modo que eso de la rehabilitación es una tomadura de pelo puesto que no hay nada de qué rehabilitarse.

Pero, por ir más allá de la indignación evidente y correcta de todo ser de bien que se precie, quizás no se trate tanto de un despropósito, tal y como lo ve quienquiera que se acerque a la noticia, como del reconocimiento implícito del mal endémico de nuestro siglo. Quizás la afluenza no esté en el DSM-V porque es el aspecto oculto tras el concepto de “normalidad” que impedía definir lo normal en esta sociedad; el mal que, por padecerlo la mayoría, no se reconoce como tal.

banksy sorry

En un viaje de seis horas en autobús, quien esto escribe asistió a repetidos enfrentamientos verbales entre pasajeros porque los unos consideraban inaceptable renunciar a su derecho de inclinar su asiento al gusto, indiferentes a las posibles molestias que tales actos provocaban en los otros; la justificación era haber pagado su billete que les garantizaba un viaje cómodo. Más aún, en los momentos de mayor suavidad en el tono, parecían incluso pedir disculpas por lo que ya no defendían como derecho sino como obligación. “Compréndame, oiga. Si mi asiento se inclina y yo he pagado por viajar en él, qué le vamos a hacer si a usted le fastidia el viaje…”; o algo así.

La obligación de disfrutar. Ante tales discursos, todos terminaron callando; quizás porque consideraron que el argumento era inapelable, o quizás porque tenían la sabiduría de humanos que se saben desprotegidos ante las bestias que emergen de lo salvaje.

La conciencia de que la ética puede ser comprada y anulada en favor del bienestar personal es la disfunción que iguala al adolescente de Texas y a los pasajeros del autobús. Los más enfermos siempre ganan en toda sociedad que aspira al bienestar y suspende los valores profundos.

Todas las grandes civilizaciones tuvieron esclavos para mantener el nivel de vida de los ciudadanos, esos humanos con derechos. Y en esta época no existe la excepción. Sencillamente, el deseo obsesivo hasta la obscenidad de una vida larga y placentera como único motivo para existir debilita las capacidades del ser humano y, por tanto, es necesaria una alta dosis de hipocresía para resistir en la ficción sin que se quiebren las conciencias.

Giorgo Agamben ha rescatado para la era de la globalización el concepto de homo sacer. En el derecho romano, esta era la figura de quienes no constaban como ciudadanos dentro de la ley y, por tanto, cuyas vidas no tenían valor alguno, pudiendo ser asesinados sin que ello constituyera motivo de delito. Pero no podían ser sacrificados, pues no eran dignos de los dioses.

(“Aquellos para los que no hay lágrimas que derramar”)

Bien pensado, estaría bien que un gesto vil y ruin de manipulación de las leyes para que un rico sin moral se salga con la suya fuese la acción que convirtiese en oficial, esto es, en enfermedad necesaria de ser tratada, la podredumbre de esta nuestra civilización. Un gesto sublime de autofagia planetaria. La entropía de un sistema maximizada con éxito sin necesidad de meteoritos ni apocalipsis postmodernos que nos den para el pelo.

El reconocimiento de la afluenza como trastorno mental podría ser una buena idea para que nos vayamos todos un poco al carajo con nuestra vanidad de peña buena y decente que se merece lo mejor. De hecho, a falta de datos que lo confirmen, un reconocimiento así podría ser el mayor gesto de altruismo conocido en la historia de humanidad.

El sacrificio redentor de cientos de millones de enajenados condenados a rehabilitarse de sus adicciones hedonistas y narcisistas.

Así pues, por el bien de la humanidad, que 2014 nos declare a todos enfermos mentales…

Sin duda, tres cuartas partes de la población mundial agradecerían el gesto.


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