El movimiento feminista no solo consiste en la vertiente que reivindica cambios legislativos y ayudas estatales a la mujer como colectivo favorecido. Existe un feminismo que se autodenomina liberal, formado por mujeres profesionales de éxito que estiman que la labor de profundizar en la igualdad es necesaria, pero que debe realizarse sin ayuda de las administraciones públicas, para que la mujer no termine siendo un ser dependiente de los vaivenes gubernativos de turno. Además, pretenden que las reglas del campo de juego que constituye una economía libre sean iguales para todos y que las recompensan provengan de los méritos individuales, no de la pertenencia a un género tradicionalmente desfavorecido, pero que ya hace décadas que cuenta con leyes que inciden en la igualdad entre todos los individuos.
Otro de los problemas que Blanco detecta en el feminismo imperable es el eterno victimismo del que hacen gala sus integrantes, cuando la victiminización permanente es el mayor obstáculo para superar problemas (me recuerda esta afirmación a un ensayo que leí hace mucho tiempo, La tentación de la inocencia, de Pascal Bruckner). Así pues, se trata de una realidad que alimenta los más diversos intereses políticos, que en este caso concreto pueden flirtear con un peligroso populismo, como una lucha permanente contra el mal que nunca puede llegar a ganarse del todo, pero en la que conviene estar alerta y con los ojos prestos para denunciar cualquier actitud identificada con el machismo en cualquier momento:
"Solamente hay una reivindicación: nadie tiene el monopolio de lo que piensan las mujeres, ni del feminismo auténtico, ni de la femineidad. La posmodernidad del siglo XXI se ha teñido de politización, y los ideales, los viejos y los nuevos, se han podrido. Uno de ellos, el feminismo, ha mutado a plaga. La honorable causa de muchas mujeres que lucharon por conseguir la igualdad ante la ley o acceso a la educación, y que se enfrentaron a los prejuicios sociales, religiosos o culturales, esa causa es, hoy día, una pandemia que equivoca a unos y alimenta a otros, por obra y gracia de los intereses políticos"
Porque hay muchos políticos sin escrúpulos que van a unirse - y liderar si pueden - al viento que más fuerte sopla en cada momento. La cuestión es seguir sobrealimentando la cuestión, detectar micromachismos, acusar a todos los hombres de agresores potenciales y seguir gritando que España es un país inseguro y violento, a pesar de que las cifras de violencia de género son de las más bajas de Europa (eso sin examinar cada caso concreto, puesto que parece que interesa que todos entren en el mismo saco, aunque alguno esté protagonizado por algún pobre anciano con alzheimer). Esto no quiere decir que haya que dejar de lado el problema, que existe, pero ya va siendo hora de abordarlo desde lo racional, no desde lo emocional. Está muy bien indignarse y romperse las vestiduras frente a la injusticia, pero examinar las circunstancias de cada caso es una política mucho más inteligente que acusar a una especie de conspiración o terrorismo (el terrorismo exige una organización humana que no existe en estos casos) de carácter machista, de una estadísticas que permanecen prácticamente inamovibles año tras año, por lo que las presuntas soluciones que se han aplicado hasta el momento no parecen las más efectivas.
En un cierto momento la autora llega a referirse al clima actual como inquisitorial, como una especie de dictadura de lo políticamente correcto que transmite a las mujeres lo que deben pensar y al hombre una larguísima serie de instrucciones para no resultar ofensivos en las relaciones con el otro sexo. A veces la situación se hace tragicómica, como cuando una ministra afirma que cualquier acto sexual sin el consentimiento expreso de la mujer sea delito, lo cual seguramente eliminaría frescura las relaciones entre parejas. Pero la deriva más peligrosa de todo esto es que se termine eliminando la idea de presunción de inocencia, pilar fundamental de cualquier Estado de derecho, para dar credibilidad absoluta a cualquier acusación en estos casos. Al final lo que se consigue con estas medidas es que el Estado trate a la mujer como un ser menor de edad que necesita protección constante, que no es capaz de decidir por sí misma y que no tiene que asumir las consecuencias negativas de sus decisiones erróneas. Parece que nos quieran llevar a un mundo con mucha más conflictividad que igualdad:
"Lo que hace todo más confuso y más inmoral aún es que están poniendo en práctica justamente lo que denuncian. Victimizar a la mujer no es empoderarla. Demonizar al hombre no es empoderar a la mujer. Marcar la ruta de cada mujer no es empoderarla. Someter al escarnio a aquella que no elige lo mismo que tú no es empoderarla. Financiar tus logros con dinero público no es empoderar a la mujer, sino hacerla dependiente de un Gobierno determinado. Fomentar el discurso del odio no ayuda a la convivencia en igualdad de condiciones ante la ley. La definición del mundo y de la salvación del infierno del heteropatriarcado por parte de «las iluminadas» y su imposición al resto tiene más de inquisición que de otra cosa."
Resulta muy interesante leer un ensayo como Afrodita desenmascarada. Uno no tiene por qué estar de acuerdo con todo lo que expone la autora, pero resulta un soplo de aire fresco comprobar que existen tendencias que intentan racionalizar la idea del feminismo y su aplicación práctica, lo cual puede generar un necesario debate que enderezca un tanto un barco que parece ir a la deriva. Y lo principal: aunque muchos no lo reconozcan, existe miedo. Miedo a debatir, a decir lo que se piensa (siempre con educación frente a quien opina distinto) y sobre todo miedo a ofender a quienes definen cualquier idea distinta a las suyas como una agresión.