Si Paul Krugman pide que Grecia (y con ella el euro) se hunda significa dos cosas: la primera que es más que probable que tal hundimiento se produzca; la segunda --y todavía mejor-- que no será ningún apocalipsis social, ni crisis inédita del capitalismo, ni amenaza global al estilo Lehman Brothers ni bla, bla, bla... Si al final la debacle se produce los inversores privados van a perder mucho, mucho, mucho, pero que mucho dinero. Para evitar unas pérdidas millonarias (privadas, lo remacho una vez más) de quienes les prestan dinero y les ofrecen liquidez a corto plazo los políticos europeos diseñan planes de rescate a todo trapo: cantidades, proporciones, países afectados, procedimientos, garantías políticas... todas las variables se modifican menos una, que parece sagrada, aunque cada vez más cuestionada: que los bancos deben ser rescatados porque no deben perder dinero. Y es que si los bancos pierden dinero los Estados (y los mandatarios en activo) se quedan sin liquidez para gobernar. No porque no lo puedan conseguir por vía legislativo-fiscal, sino porque los mercados (privados) no les fían ni les adelantan.
Ahora mismo estamos así: los políticos europeos reuniendo dinero con el que garantizar una deuda telúrica (provocada por los mercados) de los países con problemas. Y además, consecuentes con este objetivo, recortando gastos en todo lo que parezca derroche o servicios públicos que de pronto, por necesidades coyunturales, se caen de la lista de prioridades básicas del estado del bienestar.
Desde la perspectiva del usuario/consumidor, en cambio, el análisis es muy diferente: el problema se debería atacar al revés, por el lado de los ingresos (aumentar impuestos a los ricos, porque existe una clara percepción de margen para hacerlo) en lugar de reducir irresponsablemente el gasto (hasta dejar la deuda en niveles manejables). De este modo, argumentan en bares, taxis y tertulias de sobremesa, se dispondría de dinero para pagar la deuda sin necesidad de recortar servicios básicos, tradicionalmente gratuitos y universales. La gran paradoja es que de pronto el usuario/consumidor reclama aumentar impuestos después de dos décadas completas de aplaudir y votar cualquier rebaja fiscal que afectara a su patrimonio de supervivencia. Primer síntoma de un colapso financiero profético: olvidar y/o ignorar (por intereses particulares, por supuesto) que si la principal beneficiaria de una rebaja de impuestos es la clase media los ingresos del Estado se irán a pique. Pero claro, antes de 2007 eran otros tiempos, y hasta los muertos de hambre querían pagar menos impuestos. Segundo síntoma del desastre profético: cuando los muertos de hambre apoyan rebajas de impuestos sin dejar de exigir una extensión mayor de los servicios gratuitos y universales del estado del bienestar. Durante demasiado tiempo, a la clase media le interesó olvidar que si ellos se beneficiaban de una reforma fiscal, los ricos se beneficiaban el triple.
Los empresarios y los inversores, como es lógico, no quieren oír ni hablar de aumentar la presión fiscal, porque eso les impedirá cumplir la tarea a la que se sienten tan dignamente llamados: sacar a las economías nacionales de la depresión. Con la boca pequeña, además, reconocen que les deja sin el margen financiero del que han disfrutado durante veinte años, el cual les permitía invertir con garantías o hibernar el capital y vivir sin problemas (que es lo que están haciendo ahora). Llevamos demasiado tiempo haciendo apología del inversor y del emprendedor: antes de 1980 los elogios populistas se los llevaba el trabajador por cuenta ajena; ahora encadenamos treinta años machacando con el mantra del empresario como el corazón del crecimiento y del bienestar. El discurso oficial deja muy claro que sin empresario no hay capital ni riqueza, mientras que los trabajadores --que purgan con su salario mínimo su cautela o su falta de visión estratégica-- apenas contribuyen a la cadena de valor. Al contrario: resultan más bien un lastre al no plegarse a toda exigencia de flexibilidad.
La quita de la deuda griega pactada por la Unión Europea equivale a evaporar ganancias por decreto (aunque nadie admite en voz alta que, a estas alturas, las posibilidades de cobro son prácticamente nulas), algo así como resetear el contador hasta un punto menos crítico decidido por un consenso unilateral, y supone enormes pérdidas para la banca que aceptó prestar dinero avalado por unas garantías más que dudosas. A pesar de eso, las economías europeas no se detendrán, ni dejará de circular dinero, simplemente habremos alcanzado el escenario que los ricos temen por encima de la muerte, el Gran Tabú Innombrable: la suspensión de pagos. Será necesario volver a apostar por una economía industrial y de servicios (de menores beneficios pero más estable) como motor de la recuperación económica y olvidarse de una financiera (de beneficios inmediatos pero de una inestabilidad imprevisible).
Mientras los inversores se recuperen del batacazo la demanda interna ni se la verá ni se la esperará, porque todos estaremos conteniendo la respiración a la espera de conservar o no nuestros puestos de trabajo, lo único que no podemos permitirnos el lujo de perder. Ese es nuestro único consuelo: sólo tenemos una cosa que perder; en cambio, los bancos, los emprededores, los financieros, los inversores, los políticos europeos, habrán perdido algo peor que el dinero: el prestigio que les hacía intocables, infalibles, ¿admirables? Como advierte Krugman: ahora mismo, los ajustes que padece el usuario/consumidor están generando mucho sufrimiento, pero no para volver al crecimiento tras un purgatorio económico y social, sino para generar un sufrimiento mayor y más duradero. ¿La razón? Que los gestores de lo público siguen creyendo en la necesidad de que los inversores privados no pierdan dinero, especialmente los bancos de su misma nacionalidad.
Hay una cosa que cada vez está más clara: al ser una crisis financiera es más complicada la solución que el problema, porque después de ¡cuatro años! ni los expertos se ponen de acuerdo sobre la magnitud de la tragedia.
Revista Economía
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